Ignacio: El juego de las nubes y las sombras
El sol, el cielo, la hierba de los prados, los pétalos blancos y oro
de las margaritas inundan mis ojos de luz. Tumbado boca arriba, dejo
pasar las nubes frente a mis párpados entornados. Las pestañas se
antojan una telaraña adornada de gotas de rocío; las nubes siguen
desfilando lentas, incansables frente a las rendijas que protegen la
modorra, el dulce vagar de la imaginación, el suave murmullo de la
brisa, la escucha distraída de una voz cercana que cartografía con su
imaginación las nubes pasajeras.
Parece un perro, una flor, un león, un ave. Un castillo en el cielo,
las ruinas de un templo sumergido. La voz también parece ser cualquier
sonido: el sonido tan familiar de mi compañera, el zumbido sordo de la
radio, los gritos de los niños que jugaban hace tanto tiempo bajo mi
ventana, el susurrro del viento. Con los ojos cerrados mi mente vaga
entre las nubes, bajo la tierra, por los caminos de las estrellas, tan
lejos que me parece oír la voz como procedente de otro mundo. La voz
de otra ella que me acompañó gran parte de mi vida, y a la que nunca
conocí. La voz de tantas otras. Si las nubes pueden parecernos
cualquier cosa, pero siempre adoptan configuraciones familiares, ¿no
podrá ser que en la voz que hemos elegido para que susurre a nuestro
oído todas las tardes y noches de ojos cerrados del resto de nuestra
vida, creemos encontrar todas las voces anteriores, igual que las nubes
acaban adoptando todos los rostros?
Una flor compuesta de camomila, cientos de minúsculas flores doradas
que se agrupan, que nos engañan con una corona de hojas blancas
modificadas para hacernos creer que es sólo una. Arranco los falsos
pétalos de una margarita, me quiere, no me quiere, me quiso, no la
quise, si, no, si, no, un juego que termina, una respuesta que es "no"
para siempre cuando la corona ha perdido todos sus pétalos, cuando
todos los tiempos se terminan, cuando sabes que no volverás a pasear
con ella sobre la hierba verde y fresca, cuando no sabes dónde está y
el "no" final, siempre repetido y eterno del silencio te deja claro que
no has de encontrar su escondite, que no la verás más, que el final
llega y nunca acaba.
Todas las nubes, todas las caras, todos los recuerdos; todas las
sombras que parecen seguirnos más allá del campo de visión, sombras
que, al volver la mirada, descubrimos que sólo contienen la gran
ausencia que nos persigue, que nos acecha, que nos hiere, que florece
en todo su significado cuando se han marchitado también las margaritas
que brotaron de noche en la tierra fresca de las fosas recién
removidas.
de las margaritas inundan mis ojos de luz. Tumbado boca arriba, dejo
pasar las nubes frente a mis párpados entornados. Las pestañas se
antojan una telaraña adornada de gotas de rocío; las nubes siguen
desfilando lentas, incansables frente a las rendijas que protegen la
modorra, el dulce vagar de la imaginación, el suave murmullo de la
brisa, la escucha distraída de una voz cercana que cartografía con su
imaginación las nubes pasajeras.
Parece un perro, una flor, un león, un ave. Un castillo en el cielo,
las ruinas de un templo sumergido. La voz también parece ser cualquier
sonido: el sonido tan familiar de mi compañera, el zumbido sordo de la
radio, los gritos de los niños que jugaban hace tanto tiempo bajo mi
ventana, el susurrro del viento. Con los ojos cerrados mi mente vaga
entre las nubes, bajo la tierra, por los caminos de las estrellas, tan
lejos que me parece oír la voz como procedente de otro mundo. La voz
de otra ella que me acompañó gran parte de mi vida, y a la que nunca
conocí. La voz de tantas otras. Si las nubes pueden parecernos
cualquier cosa, pero siempre adoptan configuraciones familiares, ¿no
podrá ser que en la voz que hemos elegido para que susurre a nuestro
oído todas las tardes y noches de ojos cerrados del resto de nuestra
vida, creemos encontrar todas las voces anteriores, igual que las nubes
acaban adoptando todos los rostros?
Una flor compuesta de camomila, cientos de minúsculas flores doradas
que se agrupan, que nos engañan con una corona de hojas blancas
modificadas para hacernos creer que es sólo una. Arranco los falsos
pétalos de una margarita, me quiere, no me quiere, me quiso, no la
quise, si, no, si, no, un juego que termina, una respuesta que es "no"
para siempre cuando la corona ha perdido todos sus pétalos, cuando
todos los tiempos se terminan, cuando sabes que no volverás a pasear
con ella sobre la hierba verde y fresca, cuando no sabes dónde está y
el "no" final, siempre repetido y eterno del silencio te deja claro que
no has de encontrar su escondite, que no la verás más, que el final
llega y nunca acaba.
Todas las nubes, todas las caras, todos los recuerdos; todas las
sombras que parecen seguirnos más allá del campo de visión, sombras
que, al volver la mirada, descubrimos que sólo contienen la gran
ausencia que nos persigue, que nos acecha, que nos hiere, que florece
en todo su significado cuando se han marchitado también las margaritas
que brotaron de noche en la tierra fresca de las fosas recién
removidas.
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