Doctor Slump: El reloj
En una ocasión perdí el reloj. Estaba en el dormitorio, eso era seguro, ¿pero dónde?
A las 22:05 sonó la alarma, no recuerdo ahora por qué la tenía puesta para ese momento. Empecé a seguir la pista que dejaba el sonido pero no lo encontraba, y a los veinte segundos se volvió a apagar.
Al día siguiente estaba atento pero no tuve más éxito. Así que le pedí ayuda a mi hermana y nos citamos para el próximo giro del mundo. En silencio esperamos la señal... y rastreamos los pitidos por donde nos parecía que nacían. ¡Transcurren tan rápido veinte segundos! El reloj seguía sin aparecer.
Pronto creció nuestro pequeño grupo de cazadores de pulsera, y cada noche entre risas nerviosas aguardábamos en la habitación a que llegasen las diez y cinco, mis cuatro hermanos, mis padres y mi abuelo. Y al primer bip empezábamos a correr como pollos sin cabeza, uno hacia el armario, varios hacia la cama, alguno hacia la mesilla, otro concentrado y pidiendo silencio a gritos. No había manera. El reloj huidizo soportaba todos los escrutinios auditivos, visuales y táctiles. Simplemente no estaba; no estaba como medidor de tiempo, pero como creador de misterios vaya si estaba. Era una pequeña aventura.
Al final acabé encontrándolo, claro, debajo del somier enganchado de un modo inverosímil, pero eso es lo de menos. Creo que aquellas reuniones de veinte segundos diarios, en las que nos juntábamos todos y nadie escuchaba a nadie, cada uno iba por su lado y actuábamos sin sentido y sin éxito, fueron lo más parecido a una familia que tuve.
A las 22:05 sonó la alarma, no recuerdo ahora por qué la tenía puesta para ese momento. Empecé a seguir la pista que dejaba el sonido pero no lo encontraba, y a los veinte segundos se volvió a apagar.
Al día siguiente estaba atento pero no tuve más éxito. Así que le pedí ayuda a mi hermana y nos citamos para el próximo giro del mundo. En silencio esperamos la señal... y rastreamos los pitidos por donde nos parecía que nacían. ¡Transcurren tan rápido veinte segundos! El reloj seguía sin aparecer.
Pronto creció nuestro pequeño grupo de cazadores de pulsera, y cada noche entre risas nerviosas aguardábamos en la habitación a que llegasen las diez y cinco, mis cuatro hermanos, mis padres y mi abuelo. Y al primer bip empezábamos a correr como pollos sin cabeza, uno hacia el armario, varios hacia la cama, alguno hacia la mesilla, otro concentrado y pidiendo silencio a gritos. No había manera. El reloj huidizo soportaba todos los escrutinios auditivos, visuales y táctiles. Simplemente no estaba; no estaba como medidor de tiempo, pero como creador de misterios vaya si estaba. Era una pequeña aventura.
Al final acabé encontrándolo, claro, debajo del somier enganchado de un modo inverosímil, pero eso es lo de menos. Creo que aquellas reuniones de veinte segundos diarios, en las que nos juntábamos todos y nadie escuchaba a nadie, cada uno iba por su lado y actuábamos sin sentido y sin éxito, fueron lo más parecido a una familia que tuve.
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