Doctor Slump: El velo
Cuando llegaron los inmigrantes los acogimos con los brazos abiertos. Aunque nuestro pueblo es pequeño ellos sólo eran tres, de aspecto afable, y confiamos en que pronto se integrarían. No sabíamos mucho de su vida anterior, de las circunstancias que les habrían empujado aquí, pero su asombro constante y el placer que encontraban en las cosas más sencillas delataban las miserias que habían dejado atrás. Y por ello les cogimos cariño... un cariño no exento de paternalismo.
Pero son distintos. El hombre, moreno, con el pelo corto y rizado, lleva bigote; todo en él, sus labios, su nariz, hasta su timbre de voz, principalmente su tez, nos separa. Su mujer y su hija son hermosas a su manera; lo poco que podemos ver de ellas muestra una piel aceitunada, de un color extraño para nosotros pero atractiva, como sus ojos oscuros. Y digo que es poco lo que vemos, y digo que son distintos, porque ocultan su belleza, se tapan como si la luz les dañase, se cubren de ropajes de arriba a abajo para preservarse de miradas ajenas. Viven sus cuerpos como pecaminosos, avergonzadas de ser, tan acostumbradas a ello que asumen esta represión como propia, la defienden cuando intentamos ayudarlas y se niegan a quitar esas prendas humillantes.
Nos cuesta entender su visión del mundo; es más, no queremos entenderla, no debemos. Hablamos a menudo con el marido, pero de momento se niega a "desnudar" (así lo llama) a sus mujeres. La tradición lo dicta, su religión lo manda. ¿Pero qué religión puede ser ésa? No una de amor. No una que las respete.
Y sin embargo creo que no está lejano el día en que se rompa su dique, en que olvide lo que le han impuesto y se libere y las libere, el día en que comprendan que no hay más pecado en sus carnes que el no verlas como naturales. El día en que este hombre sea uno más entre nosotros, en que ellas se integren y, alejadas de estúpidos tabús, adopten nuestras costumbres, que vivan como las demás jóvenes y, tras arrojar al fuego las absurdas ropas, se paseen desnudas sin pudores por estas maravillosas tierras africanas.
Pero son distintos. El hombre, moreno, con el pelo corto y rizado, lleva bigote; todo en él, sus labios, su nariz, hasta su timbre de voz, principalmente su tez, nos separa. Su mujer y su hija son hermosas a su manera; lo poco que podemos ver de ellas muestra una piel aceitunada, de un color extraño para nosotros pero atractiva, como sus ojos oscuros. Y digo que es poco lo que vemos, y digo que son distintos, porque ocultan su belleza, se tapan como si la luz les dañase, se cubren de ropajes de arriba a abajo para preservarse de miradas ajenas. Viven sus cuerpos como pecaminosos, avergonzadas de ser, tan acostumbradas a ello que asumen esta represión como propia, la defienden cuando intentamos ayudarlas y se niegan a quitar esas prendas humillantes.
Nos cuesta entender su visión del mundo; es más, no queremos entenderla, no debemos. Hablamos a menudo con el marido, pero de momento se niega a "desnudar" (así lo llama) a sus mujeres. La tradición lo dicta, su religión lo manda. ¿Pero qué religión puede ser ésa? No una de amor. No una que las respete.
Y sin embargo creo que no está lejano el día en que se rompa su dique, en que olvide lo que le han impuesto y se libere y las libere, el día en que comprendan que no hay más pecado en sus carnes que el no verlas como naturales. El día en que este hombre sea uno más entre nosotros, en que ellas se integren y, alejadas de estúpidos tabús, adopten nuestras costumbres, que vivan como las demás jóvenes y, tras arrojar al fuego las absurdas ropas, se paseen desnudas sin pudores por estas maravillosas tierras africanas.
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