Microcuentos y otros menesteres

Thursday, March 30, 2006

Ignacio: Las migas ciegan mis ojos

Justo había sacado el bizcocho de chocolate al alféizar para que se enfriara cuando el Gran Rostrofingomuñocircus pasó por encima de mi calle lanzando a un lado y al otro de su nube voladora pastelillos y hojaldres como quien avienta el grano. Las piezas de bollería caían de lo alto, rebotando por las tejas y cornisas, disgregándose en migas que caían al suelo como un fina lluvia. Unas cuantas cayeron sobre mi bizcocho, lo que no me gustó. Comencé a quitarlas, pero me vio desde su nube y comenzó a gritarme.

-¡Estoy harto de compartir mis obras con una pandilla de gañanes sin paladar, de lanzar mis margaritas a los puercos, de dar miel a bocas de asnos! ¿Por qué no te comes esas piezas de billería, lo más selecto de mi producción? ¿Por qué no me dices lo que te parecen?

-Si tanto te interesa la opinión de los demás, no les faltes al respeto. Yo cocino para mí, y si algún amigo quiere, está invitado. Pero no me meto en compromisos y críticas gastronómicas que me quitarían tiempo de donde quiero estar, que es en la cocina. Está bien eso, de vez en cuando, de compartir recetas y de comparar texturas, pero sólo de vez en cuando. No nos desterramos a esta colonia alejada, no dimos la espalda a la sociedad humana de la línea y forma física, al reino de lo light, no fundamos Bollotopia para andar con ceremonias. Sólo para cocinar, todos los días, y para lo relacionado, de vez en cuando. Ojalá acabes dándote cuenta.

-Pero nunca has querido hablar de recetas conmigo, maldito patán indigno de mi arte.

-¿Y qué puedo decirte? A otro le puedo decir: esta tarta requiere un poco más de horno, esta crema bátela más y no le pongas tanto arrope. Pero contigo no sabía cómo abordar el tema, porque tus pasteles son extraños: no están particularmente mal mezclados, ni horneas mucho ni poco. Es que, sencillamente, por una extraña razón, ¡no me saben a nada! Tal vez porque te gustan más los cumplidos que los fogones...

Una tableta de turrón de alicante me golpeó con fuerza en la frente desde toda aquella altura, y perdí el sentido. Él dijo luego que había sido un accidente, a los pinches que guardaban las puertas. Pasó por allí poco después del incidente, cruzó las puertas sobre su nube voladora, y marchó hacia el desierto, sin que volviéramos a saber de él, sin que le viéramos descender nunca de su nube.

Saturday, March 18, 2006

Ignacio: Llanto y nostalgia


—Echo de menos los tiempos de mi juventud. Pasa todo tan rápido; ya no soy el que era.

—¡Déjalo ya! ¡Llevas así toda la noche! Yo he salido a divertirme, y tú estás con eso, dale que te dale, todavía soy joven y tú tienes una increíble habilidad para ponerme nerviosa, me agobias, me agobias, ¡me agobias!

La hice llorar. La consolé. Apenas la conocía y envainé la ironía; fui increíblemente dulce, amable y divertido porque su llanto pesaba en mi conciencia. La seduje sin darme cuenta. Nos besamos largo rato. Hicimos el amor de amanecida.

Fue mi primera vez.

Echo de menos aquellos tiempos.

Ignacio: Errare humanum est


Dossier de prensa:

- “La Policía desactiva una trama de humanos dedicados al contrabando y los robos con violencia.”

- “Crecen las protestas vecinales ante la adjudicación de viviendas protegidas a familias humanas.”

- “Reyertas entre bandas rivales de humanos se saldan con tres muertos, dos de ellos menores de edad.”

- “Preocupación entre el pequeño comercio por los frecuentes hurtos en tiendas por parte de niños humanos especialmente adiestrados. Es frecuente que estos mismos niños se dediquen también a la mendicidad en otras horas y zonas.”

Fin del dossier.

—Te la ha vuelto a jugar el corrector ortográfico. En vez de “rumanos” pone “humanos”.

—Jobar, es verdad. Me pasan estas cosas continuamente. Y luego dicen que las máquinas no se equivocan.

Spiff: El viaje


Vivía sola. Tenía gente cerca, gente cercana. Pero en su casa, en su habitación, en su cama, estaba sola. Una mañana, recién levantada, sacó la ropa que más le gustaba del armario y la fue poniendo ordenadamente encima de la cama. Luego, lo colocó todo cuidadosamente en su maleta. Fue al trabajo y al salir volvió a casa. Abrió la maleta. Todo estaba ahí como lo dejó a primera hora: limpio, planchado, doblado. Abrió el mismo armario del que había extraído la ropa y fue deshaciendo la maleta, dejando todo su contenido convenientemente ordenado encima de la cama. Luego, como un acto de negación de sí misma, pensó, o quizá de reafirmación de lo que ella era en realidad, no estaba segura, lo colocó todo de nuevo dentro de su armario. Tardó en darse cuenta de que sin haberlo pretendido, estaba colocando las camisetas en el lugar de los jerseys, los jerseys donde las camisas, la ropa interior en el cajón de los complementos...

R. M.: Se acabó


Rufus Arius Mon estaba harto de compartir el pan y la sal con quienes no le entendían a él, ni con quienes él tampoco entendía. Desde lo más alto de la muralla, a mil metros sobre el suelo y arrogantemente desafiando a los cielos desde su altura, gritó, mirando hacia abajo: ¡¿No queríais más pan?! ¡Pues tomad pan! Hizo entonces un elegante pero rápido gesto, y del cielo cayeron al suelo cien mil panecillos recién hechos, todavía humeantes y rellenos de mermelada de fresas. Luego, gritó de nuevo: ¿Y sal? ¿No queréis también sal? Y Rufus Arius Mon hizo de nuevo un gesto, y una gigantesca ola repleta de salada agua de mar cayó sobre la multitud que pocos instantes antes se había lanzado a comer los sabrosos panecillos, y los ahogó a todos.

Spiff: El verano que aprendí a silbar


...vi a un perro persiguiendo a un gato. El gato corría y el perro detrás. El instinto y la naturaleza, como perro y gato... Hasta que, en contra de lo previsto, el gato se dió cuenta de su condición. Y, ya harto, frenó en seco y se giró. El perro, desconcertado porque eso no estaba en el guión, se paró también. Manteniendo las distancias se limitaba a mirar al felino, sin atacar.

En ese instante sentí (lo pienso ahora) que el gato había jodido la función. Que su minúsculo acto contenía la destrucción del mundo entero; que ahí estaba el inicio de otra cosa, de otro orden en el que yo (y tantos como yo) también podía ser gato y se iban a enterar. Segundos después el animal giraba de nuevo y volvía a correr. Y el perro detrás.

R. M.: Mundo dentado


—Piloto, pongámonos al pairo y enviemos una sonda para recibir imágenes más precisas de este planeta. Lo que veo me parece asombroso El planeta entero parece una fábrica metalúrgica... pero sin techo. No hay árboles, ni hierba, ni siquiera tierra. Todo el suelo es metálico y el suelo está repleto de poleas, pinchos enormes y ruedas dentadas...

—Capitán... ¿no serán los de Siemens? Como se fueron de Brambury diciendo que querían abaratar costes...

R. M.: De cuando me mataron dos veces


Yo luché codo a codo con Sandokán y morí dos veces. Sí, así fue. Morí dos veces en el mismo día. Mi memoria, después de tantos años me suele fallar en pequeños detalles, pero no falto a la verdad. Los detalles que se me olvidan son los nombres, entre otras pequeñas cosas. Siempre me ocurre, y hasta lo vivido me parece en ocasiones un sueño. Ruego, por ello, que no se me tengan en cuenta los errores de memoria.

Lo que voy a contar es la historia de cuando luché al lado de Sandokán. Yo ataqué junto a él un fuerte repleto de ingleses, que eran una tropa disciplinada y bien armada con fusiles. Yo era indio y llevaba una barba preciosa. También llevaba un turbante y una lanza. El resto de mis ropas no las recuerdo, pero creo que las ropas eran blancas, como si llevase colocado alrededor del cuerpo una sábana. Poco antes me había mirado en un espejo y no logré reconocerme pero me gustó mi aspecto. Me vi muy favorecido, con esa barba copiosa y tan moreno el rostro.

Nos encontrábamos desplegados en una pequeña llanura situada delante del fuerte. A la orden de ataque, nosotros, los indios, unos doscientos, arrancamos a correr y nos lanzamos con furia para derrotar a los ingleses, que muy elegantemente embutidos en sus uniformes (chaqueta roja y pantalón azul con rayas laterales de color rojo) nos disparaban sin cesar. Muchos caímos pero los demás avanzamos, y una mayoría hicimos lo que nos pareció apropiado: intentar destripar a los ingleses, situados en lo más alto del muro, con nuestras lanzas. Las lanzas eran nuestras únicas armas, y alcanzar con ellas a los ingleses, si es que podíamos conseguirlo, era lo único que podíamos hacer.

Al menos cien lanzas fueron tiradas con fuerza, y al menos cincuenta de ellas alcanzaron el muro del fuerte y quedaron clavadas en la pared, cimbreando durante largo rato. No recuerdo que ninguna lanza llegase hasta lo alto de las almenas que protegían a los malditos ingleses.

Ahí acabó el ataque. Por lo visto, no era nada normal, ni correcto, que las lanzas se quedasen clavadas en una pared de piedra. El ataque, por lo visto, había fracasado, y los que nos dirigían nos dijeron: ¡Alto, alto, que la lucha se ha acabado! Los indios, entonces, nos echamos todos a reír, al darnos cuenta de que las lanzas estaban clavadas en el muro, que aún cuando parecía de piedra, estaba construido con postes de madera, yeso y paja.

Más tarde repetimos el ataque, pero esta vez ya estaban las puertas abiertas. La verdad es que poco recuerdo de ello, excepto que yo, junto con mis doscientos compañeros indios, entré como un ciclón, gritando y aullando, mientras enarbolaba la nueva lanza que me habían entregado momentos antes. Al poco de entrar, advertí que un montón de ingleses, de pie delante de nosotros, nos disparaban directamente con sus fusiles para repeler nuestro ataque. Y hacían daño. De los cañones salía fuego, humo y tierra. Me dejé caer, me hice el muerto. Y estuve muy cómodo durante una media hora, o más, echado tranquilamente en el suelo y en una posición relajada, mientras los demás corrían y corrían y se partían el pecho en la lucha. Más tarde, me enteré de que mi hermano, indio como yo, había sido herido en la espalda cuando al ser repelido nuestro ataque se dio la vuelta y quiso huir. Después de eso no quiso seguir más de indio, le habían herido de verdad y se fue a casa. Curarse le costó bastantes días. Tenía la espalda llena de perdigonadas pero que eran, en realidad, tierra y arena incrustada, pues los soldados tenían la mala costumbre de apoyar el fusil en el suelo con el cañón hacia abajo, y eso hacía que se taponasen las salidas del cañón, y al dispararnos, la tierra salía despedida con mucha fuerza. Otro indio tuvo peor suerte, pues en la lucha le clavaron un cuchillo en un ojo y tuvieron que llevárselo en una camilla. Es posible que perdiera el ojo, pero en todo caso yo no lo vi por ningún sitio. En cuanto al cuchillo, lo limpiaron con un trapo y lo guardaron para otra ocasión.

Después de estar yo muerto un buen rato bajo el sol, medio adormilado y muy a gustito, nos dijeron a los muertos que nos levantásemos, que se tenía que iniciar un nuevo ataque. Aquello era así, moríamos y revivíamos como si nada. Salimos todos del fuerte y nos sentamos en el suelo a esperar. Recuerdo que después de un par de horas bajo el sol, alguien importante, que había estado un buen rato ojeando a los indios del campamento, se plantó delante de mi y me dijo: Tú, ven conmigo, que vas a hacer de sargento inglés. Vale, dije yo. Y le seguí. A menudo me escogían sin yo buscarlo para hacer cosillas distintas a mis compañeros. Tiene eso una explicación lógica. Yo mido uno ochenta, y en aquellos tiempos, mi altura sobrepasaba a la mayoría, por lo que me solían elegir para algo mejor que hacer de bulto, o de simple carne de cañón.

Creo recordar que me dejaron la misma barba, de lo que me alegré. Me sentía estupendo con esa barba, pero tuve que cambiar la sábana, y también la lanza, por un uniforme con galones de sargento y un revólver. Lo que me costó abrochar tantos botones y también las botas... un poco complicadillas de atar. Ahora, yo era un indio con uniforme y con un montón de botones abrochados, luchando a favor de los ingleses, es decir, un soldado regular. Como ya había probado lo de la lanza, que clavé con mucho tino y gusto en la empalizada del fuerte, me encantó empuñar un revólver y tener bajo mi mando a soldados rasos, indios como yo, que solamente portaban rifles. Me sentí importante, porque poder mandar y llevar un revólver era algo especial. Me dijeron que cuando entrasen los indios yo fuese valiente, y que al frente de mi pelotón de soldados, dando ejemplo, disparase contra los que entraban. Me dispuse a ello.

De nuevo la guerra. Me habían colocado en el porche de una pequeña casa, una vivienda pequeña de oficiales situada en el interior del fuerte, al frente de cuatro soldados. Me dijeron: colócate aquí, y a nuestra señal te pones a disparar el revólver. Mientras dispares, debes gritar fuerte a tus soldados que disparen sus fusiles. Grita fuerte: ¡disparad, disparad!

Por lo visto, los indígenas, es decir, los indios de la India, habían derribado las puertas y estaban entrando en el fuerte arrasando todo. Los ingleses, y los soldados indios que habíamos jurado fidelidad a Inglaterra moríamos a mansalva, y ya solo quedaba intentar defender la vida del modo que fuese. Yo morí como un héroe, cayendo de rodillas tal como me dijeron que debía hacer y disparando mi revolver contra los indios que entraban, hasta que el revólver se me desprendió de las manos, al mismo tiempo que la vida me abandonaba. Lo hice con perfección, siempre me ha gustado mucho morirme. Cuando la carga de mi revólver se acabó doblé mis rodillas, supuestamente al recibir un disparo del enemigo. Ya de rodillas, fui soltando el arma lentamente de mi mano y me dejé caer al suelo, también muy despacio, hasta morirme del todo. Allí permanecí hasta que la guerra se acabó. Qué gozada morir de ese modo.

En esos momentos en que morí, defendiendo mi posición con el revólver, la verdad es que nadie atacaba. Me habían dicho, a mi y a otros: ahora va a ser como si el ataque de antes fuese ahora, y vosotros, la tropa inglesa, os estuvieseis defendiendo. Y tú, sargento, a ver si sabes morir con gloria. Y eso hice yo. Morí con gloria y con mucho gusto. Lo que mola morir así, después de haber visto morir a los héroes en tantas pelis. Lo curioso es que me di cuenta de algo: resulta que morí dos veces. Sí, morí dos veces o me mataron dos veces, que para el caso es lo mismo. En la película se ve cómo atacan los indios y cómo entran en el fuerte, y yo soy uno de los que al entrar mueren en el ataque, como antes he explicado. Y.... cuando cambia el plano, se ve cómo un sargento indio, con uniforme inglés y al frente de unos soldados, intenta rechazar a los indios, disparando y muriendo también en el intento. ¡Y soy yo mismo! Yo me ataco, yo me rechazo y me muero matado por mi mismo, al mismo tiempo que también mato al que me mata, que resulta que también soy yo. Qué lío. ¡Hay que ver!

Claro que, a ver quién es el guapo que me reconoce... Ni yo, que he visto la peli tres veces, he logrado reconocerme en mis dos muertes. Todo ocurre tan deprisa y hay tanto barullo, que después de intentar verme por tres veces, ya he perdido la esperanza.

Luego, tuve que desprenderme de la barba. Una lástima, con lo bien que me quedaba. Me dijeron que lo había hecho de maravilla, que había quedado precioso ese primer plano del sargento indio muriendo con honor. Claro que fue una pena que no me pagaran más que a los otros extras por mi gloriosa actuación, pero me dijeron que para los próximos días, y antes de empezar el rodaje, les dijera que yo era el que había hecho de sargento indio y que me irían dando papelitos mejores que el de simple extra para hacer bulto.

Pues eso.

R. M.: Un paseo con Ángela


Aquella mañana, recién comenzada la primavera, me desperté de excelente humor. Salí a la terraza y decidí dar un paseo.

Llamé a Ángela. Ángela era rebelde y no le gustaba aceptar órdenes de nadie; ni siquiera de mí. Claro que, aunque no le gustase, no tenía más remedio que obedecer. Yo alimentaba a Ángela y recibía todos mis cuidados. Gracias a ellos podía disfrutar de un confortable techo donde cobijarse y poder llevar una vida enteramente regalada.

La mañana era tan espléndida que invitaba a variar la rutina de los grises días anteriores. Le hice un ademán pero prefirió ignorarme.

Ángela, cuando decidía ser rebelde, me sacaba de mis casillas. Lo sabía perfectamente, pero ella era así, era su forma de rebelarse. Quizá, en el fondo, le agradaba desafiarme para que entonces yo le demostrase mi cólera y, finalmente, arrepintiéndome de haberle maltratado, le colmase de caricias y pusiese más atención en sus cosas.

Ángela tenía una estampa preciosa. Su estilizado y bellísimo cuerpo, pleno de exuberantes encantos, era como un hermoso sueño y atraía todas las miradas y todas las envidias. Sus plumas azules, de brillantes y cambiantes tonos según de dónde recibiese la luz, eran la admiración de cualquiera que pudiese contemplar sus evoluciones.

Cuando llamé de nuevo, esta vez en voz alta y algo enojado, cambió de actitud viniendo rápidamente a mi lado, agachándose ante mi. Me extrañó; esperaba su acostumbrado desdén, y en lugar de ignorarme como al principio, se mostró solícita y amable.

Dime, Ángela, le pregunté mientras subía encima de ella, ¿Cómo estás hoy? Te encuentro algo distinta; ¿estás bien? Naturalmente, yo no esperaba que ella me respondiese, no solía hacerlo. Sin embargo, ese día todo eran sorpresas. Sí, estoy muy bien, me dijo con una voz tan sensual que todas mis terminaciones nerviosas se pusieron de punta. Y añadió con dulzura: ¿Qquieres dar un paseo solamente, o deseas cabalgarme? Deseo cabalgarte dando un paseo, le respondí con voz ardorosa mientras me acoplaba de forma adecuada. Y Ángela, conmigo encima, se lanzó a los aires desde la terraza, volando majestuosamente como solamente ella sabía hacerlo, mientras sus hermosas plumas azules destellaban, lanzando fulgurantes rayos al reflejarse en ellas el dorado sol de la mañana.

R. M: Sí, madre, sí


—¡Manuel, hijo! ¡Cómo te estás poniendo de chorizo!

—Lo sé, madre, lo sé.

—¡Lo sé, madre, lo sé! Siempre me respondes lo mismo, pero estás tan gordo que pareces una tinaja. Y lo malo es que ya no puedes salir por la puerta ni para ir a la escuela.

—¿Y qué culpa tengo yo, madre, de que la puerta sea tan estrecha y de no poder salir por ese motivo?

—¿Estrecha? ¡Pero si eres tú el culpable, so bárbaro, que estás tan gordo que no cabes ni en la cama! ¡Yo no te he criado para esto! Pero mira, ahora mismo te pongo solución.

—¿Qué solución, madre?

—Lo vas a ver en seguida. Te voy a recortar por los lados y verás cómo ya podrás pasar por la puerta.

—¿Qué? ¿qué me va a recortar usted por los lados con ese cuchillo?

—Eso es, hijo.

—¡No se atreverá usted, madre!

—¿Qué no me atreveré? Vas a ver tú si me atrevo o no. ¡Ven aquí! ¡No te me escapes, que no puedes ir a ningún sitio!

—¡No, madre, no! ¡no me recorte usted, que me mata! ¿Es que no se da cuenta de la barbaridad que me quiere hacer?

—Vamos a ver. Si dejas de comer chorizo, no te recorto.

—¡Lo dejo, lo dejo! Mire usted, aquí dejo el chorizo y no lo vuelvo a tocar.

—Vale, pero hay que ver, que cada día tenemos la misma historia para que dejes de comer. Como mañana vuelvas a las andadas, te aseguro que entonces si que te recorto de verdad.

—Sí, madre, lo que usted diga, madre, pero déjeme que me termine esa puntita de chorizo que me ha quedado...

—Bueno, pero nada más que la puntita, ¿eh?

Doctor Slump: La verdadera sabiduría


Después de toda una vida dedicada a la lectura y el estudio, un día el azote de los iletrados, el campeón de la ortografía, el maestro intransigente, el brillante filólogo, el distante erudito, el purista del lenguaje, el fustigador de las masas, el crítico exigente, el analista implacable, el ilustre académico, don Leandro Cifuentes, descubre que nunca ha leído nada que le haya emocionado tanto como “te qiero mucho avuelo”.

Wednesday, March 15, 2006

Gurb: El pitufo número siete

Fue un volantazo mal dado. Aquel tío conducía como una puta tortuga, y si, joder me piqué y me puse a adelantar en una puñetera curva. Venía un camión, uno de esos de reparto, todo hecho una mierda. Y eso, di un volantazo a la derecha para esquivarlo, y me pasé, el coche se puso a dos ruedas y luego volcó. ¡Joder, que ostia!. Que pedazo de ostia. Choque contra el puto camión con el techo del coche. El audi quedo todo hecho una mierda, y yo pues... ¿has oído alguna vez eso de que ves pasar toda tu vida ante ti cuando te mueres?

-Si tío, en la tele.

-Pues una mierda. ¡Una mierda! Como te lo digo. Joder, solo sentí un empujón, un crujido, algo de dolor, solo un poco, y un vacío, como cuando te ahogas por una patada en los huevos.

-¡Buf! Si, ya te entiendo.

Y luego... luego, es como un papel viejo, y se rasga. Pero no es papel, es todo el mundo que se rasga y lo atraviesas, y ya no sientes dolor ni te ahogas, ni nada. Y miras y ves tu coche ahí abajo jodiéndose de lo lindo dando vueltas de campana, y joder, dices tu: ¡OSTIA! Pero no hablas ya no puedes hablar tío, y te acojona porque no solo ves tu coche, es que ves todo el mundo, miras lo que quieres y lo ves.

-¿Todo? ¿La China?

Cualquier sitio. Estás ahí arriba y miras y es que lo ves todo, con solo mirarlo ves el sitio que quieras, y en cualquier momento. Como que me estaba viendo salir al curro a toda ostia porque iba tarde, veía la ostia y veía mi propio y jodido entierro. Casi te digo que hasta tenía gracia. No se como pero tenía gracia, joder.Y bueno, al poco todo se desenfoca y se ve más oscuro. Ya no ves ningún sitio, ningún tiempo, todo es cada vez más espeso y oscuro, hasta que ya no ves una puta mierda, nada.

-¿Y te mueres?

No. Estás allí, como flotando no sabes donde, y empiezas a pensar ¿Joder que mierda es esta? Y te acuerdas de cosas porque ya no ves nada. Y luego, así de pronto, como de golpe, ¡la luz! Ves una luz brillante que te ciega, y todo huele mogollón ,como esgerao a estiércol, y a sudor, y a pedo, joder algo apestoso, y todo suena así como muy agudo: Ñieeeeck ÑIEEEECK,!!!

-Joder que miedo. ¿no?.

-Si tío, y resulta que me pongo a gritar, a pedir socorro y tal... ¿no? ¿me entiendes?
Y ¡coño! tócate los cojones que no puedo hablar, en vez de voz me sale un chillido horrible, un gruñido, y me doy cuenta que tengo los dientes enormes en la boca y la lengua se mueve como si fuera mogollón de larga... joder macho acojonante; me doy cuenta que soy un puto cerdo, un marrano. ¡UN GORRINO DE MIERDA!

-A ver... vosotros dos: como me montéis bulla vais a la puta calle.

-Tranqui jefe, no pasa na. Sigue tío ¿Qué más viste?

-Pues estaba allí, y eso, que era un cerdo, y veo que llega un tío, pero lo veo muy mal hasta que está cerca, y el tío es así, como muy raro: azul como un pitufo y va desnudo del todo pero no tiene polla, y la cara afilada y estrecha, como las caretas que usan los negros de África pa bailar, y va el tío y me mira y dice: Mira “siete” otro cerdo, este es tuyo

-¿Siete? ¿Te llamo siete?

-No el “siete” era otro puto pitufo, que venía detrás y que tenía la cara igual. Oye: ¿te queda un cigarrito?

-Que va, estoy pelao.

-Que mierda.

-Venga, sigue con lo del pitufo.

-Si, pues el tal “siete” va y me agarra como con un gancho, que me lo clava el tío. Que duele que no veas y, ¡coño! el tío que tira, y yo, con un acojone de la leche que me iba cagando, y tengo que ir con el pitufo, y va y le dice al otro: “Es del veinte, casi todos tienen un cerdo de tótem en el veinte”

-¿Un tótem? ¿Cómo el de los indios?

-Que se yo tío; yo iba muy acojonao, y veo que me lleva como a un almacén, y está todo lleno de jaulas, y pasan por allí, otros pitufos, ¡pero mogollón de ellos tío!, y todos con un bicho, uno con oso, otro con un perro, pasa uno con una culebra enorme a cuestas, hasta con un elefante de esos, enorme, como del circo, y veo que los meten a todos en jaulas.

-¿En jaulas?

-Si, había jaulas a miles, a millones. Era como si solo hubiera jaulas, hasta el suelo parecía hecho de jaulas apiladas. Y ¡ostia! Que yo que veo que me lleva a una que ya estaba abierta, y me digo yo: “los cojones”, y cojo y doy un tirón que le alcanzo la pierna al jodío pitufo, y le arreo un mordisco que le llega hasta el hueso. ¡Me cago en to!, el tío que suelta el gancho del mordisco, y yo voy, y echo a correr a toda ostia, no se pa donde, pero ¡joder! corriendo a TODA OSTIA, JODER!

-Joder. ¡QUE FUERTE MACHO!

-Os avise gilipollas, a la puta calle y no me volváis por aquí, que no os vuelva a ver la puta jeta, drogaos.

-Anda ya cabrón que te jodan.

-Muérete joputa. ¡Que te sabe el güisqui a meaos!

-¿A que todavía os voy a tener que dar una ostia.

-Anda vámonos a otro bar que aquí ya huele.

-Vale, pero cuéntame otra vez lo de los pitufos.

-Si tío, como que eran azules, unos jodidos...

-Que cabrones los pitufos.

Ignacio: Las gastrocómicas

Eran los tiempos de la sopa primigenia. Las islas y continentes estaban hechos de patata, y la vida primitiva flotaba en el caldo tibio como garbanzos, sus hebras de ADN alargadas como fideos, entrelazadas como fussilli. La Luna había salido poco antes del puchero de la Tierra, y dominaba el horizonte como una gran albóndiga flotante. Los géisers arrojaban a lo alto los componentes de la atmósfera: tocino, cebolla, ajo, perejil, en un borboteo continuo. Yo era un garbanzo feliz en el cocido, expectante ante el banquete de Historia Natural que se nos prometía, y te miraba a ti entre los vapores de los caldos, mientras flotabas despreocupada en la sopa primordial, tan hermosa eras, garbancito mío, bañada en apetitosa tocineta de lípidos y proteínas.

En el cielo se vio un astro espantoso, un cometa de metal de mal augurio, que se zambulló en nuestro mar espeso levantando grandes olas, dolor y pánico. El huso de brillante metal se hundió y surgió, elevándote al cielo consigo. Te perdí para siempre en la primera cucharada del predador que poco a poco nos devora a todos, del eterno comensal llamado Tiempo.

Monday, March 13, 2006

Ignacio: El hombre de la Luna


Lo encontraron desnudo en la hierba,
nadie sabía de dónde venía.

Nadie dijo que cayó del cielo
mas del cielo volvió porque de allí había caído,
tras una noche al raso mirando las estrellas,
y una caída a lo alto en un descuido.

Lo encontraron una mañana,
devuelto a la hierba por la marea del amanecer
pero ciego a la luz del nuevo día;

Deslumbrado por la noche,
sus ojos ya sólo podían ver estrellas.

R. M.: Los caballeros de la mesa redonda


—Chesterton, estoy más que harto de que seamos siempre, y para todo el mundo, los caballeros de la mesa redonda.

—¿Y qué quieres hacerle? Así es la historia.

—¿La historia? Querrás decir la leyenda, y nunca me gustaron las mesas redondas, ya ves. Las encuentro poco... aristocráticas.

—En eso tienes razón, pero a ver, ahora poco podemos hacer.

—Claro que podemos. Mira: cortamos la mesa por los lados y la dejamos a nuestro gusto.

—¿Cortarla por los lados? Quedaría cuadrada, y además, tan pequeña que parecería una mesa camilla. No querrás que seamos para siempre “Los caballeros de la mesa camilla”. Pareceríamos enfermeros... o amigos que se reúnen para tomar el té en una mesita, depende de cómo lo entendiese la gente, y perderíamos todo nuestro “glamour“.

—No, no. No me has comprendido. No digo cortarla por los cuatro lados, sino únicamente por los dos extremos. De ese modo, la mesa quedaría o-v-a-l-a-d-a. ¿Lo entiendes ahora? Quedaría ovalada... ¡y esa sí que sería una mesa aristocrática! ¡La mesa perfecta para unos caballeros como nosotros!

—¡Ah, entonces sí!

—Pues hale, Chesterton, deja la espada a un lado, que te puede estorbar y coge el serrucho, que nos metemos en faena.

—Pos vale.

Sunday, March 12, 2006

R. M.: La señorita Dooley


La señorita Dooley montó en cólera cuando advirtió que la señora Duncan había tirado, aunque sin intención de hacerlo, el jarrón de más valor del salón, un jarrón precioso y carísimo que se había hecho añicos al tocar el suelo. La señorita Dooley tenía el genio muy vivo, agriado más bien, como decían de ella los criados. La señorita Dooley llevaba muchos años al servicio de los señores, era el ama de llaves y todos los sirvientes de la mansión estaban bajo su mando.

—¡Señora Duncan! —rugió la señorita Dooley—. ¿Qué debo hacer ahora con usted?

—Pues aguantarse, querida, sólo eso —contestó la señora Duncan, mirándola con buen humor—; para eso soy yo la dueña de esta casa.

Saturday, March 11, 2006

R. M.: La invasión


Nota: este relato ha sido concebido al ver la fotografía de dos Galaxias chocando, publicada hoy, 6 de Marzo de 2006, por “El País”.

Cuando los periódicos dieron la noticia, el mundo entero quedó horrorizado. Ningún gobierno habría esperado jamás que nuestro planeta fuese atacado, desde el espacio, por miles de seres que se dirigían hacia la Tierra en formación de ataque. Fotos y más fotos llegaban a las redacciones procedentes de los telescopios, y pronto las fotografías revelaron que, efectivamente, los atacantes eran tropas formadas por miles de individuos. No llegaban en naves, simplemente volaban por el espacio sin escafandras ni protección alguna y en perfecta formación. Día a día pudo verse cómo esas tropas del espacio, así empezó a llamárseles, se acercaban amenazadoramente a gran velocidad. A medida que la distancia hasta nuestro planeta se iba acortando, las fotos revelaban que no eran miles los atacantes como al principio se había calculado... ¡sino que eran millones!

Parecía inconcebible que estuviéramos a punto de ser invadidos por millones de seres procedentes de un espacio lejano, y que llegasen por sus propios medios sin ser transportados por naves, ni plataformas espaciales ni por ingenio alguno. Era evidente que no necesitaban respirar aire como nosotros y que su determinación era invadirnos, pues su trayectoria hacia nuestro planeta no dejaba lugar a ninguna duda.

Todos los Gobiernos mantuvieron largas conferencias para unir sus fuerzas en contra del ataque inminente. Se preveía una larga y feroz lucha por nuestra supervivencia, pues los atacantes llegaban en tan gran número, que cuando entrasen en la Tierra lo harían por miles de lugares distintos. Parecía imposible luchar contra ellos en tantos frentes y poder vencerles. Además, se desconocía su poder, que con seguridad debía ser altamente tecnológico, ya que al parecer no precisaban apoyarse de medios mecánicos visibles para la invasión.

El caos era indescriptible y el terror se había apoderado de las gentes, pues no había lugar en el que poder esconderse, ni sitio alguno al que huir. Las tropas del espacio aterrizarían en todas partes, y eran tantos los atacantes, miles de millones según las últimas noticias, que nada podría hacerse contra ellos.

La gente rezaba, y lo hacían en sus casas y en las iglesias, mientras los ejércitos de todos los países habían tomado posiciones estratégicas en espera de la llegada de los invasores, aunque sabían muy bien que poco podrían hacer para la defensa. A pesar de que todos los ejércitos del mundo se habían preparado para la invasión, sabían que había llegado el fin de nuestra civilización, pues las más recientes noticias acerca del número de atacantes indicaban claramente que su número era inconcebible, muy superior a los quinientos mil millones de seres.

Y llegaron las tropas a nuestros cielos. Era tal la cantidad de seres invasores que el sol se oscureció y la oscuridad reinó en el planeta. Fueron pasando los minutos, y las horas, y nada ocurría más que la tremenda oscuridad reinante. Ningún asaltante bajó a la Tierra, ninguno traspasó nuestra atmósfera.

Los satélites mandaron imágenes, malas imágenes repletas de interferencias debido a los millones de asaltantes que llenaban nuestros cielos, pero, gracias a esas señales, nuestro mundo pudo ver que las tropas del espacio eran... seres sin vida. Las tropas del espacio eran, o habían sido, gentes como nosotros, y había hombres, mujeres y niños pero todos estaban muertos y atrapados por la gravedad de nuestro planeta, orbitando a su alrededor como millones de pequeños satélites, y sus cuerpos y sus facciones rígidas denotaban que llevaban muertos hacía mucho tiempo. El frío del espacio había mantenido incorruptos sus cuerpos.

Más tarde, llegaron otra imágenes transmitidas desde una sonda lejana lanzada hacía años, y cuyas señales no habían podido llegar antes, al ser interceptadas por los millones de cuerpos llegados ante la puerta de nuestra atmósfera. Las imágenes eran terroríficas. Pudo verse dos galaxias chocando entre ellas, se vio perfectamente cómo explotaban y salían despedidos al espacio sus pedazos. La gran masa de esas dos Galaxias fueron despedidas en dirección contraria a la Tierra, y otra, más pequeña, viajó hacia nosotros: los quinientos mil millones de seres muertos por la explosión.

Ahora, los gobiernos tenían ante ellos una dura tarea: cómo poder apartar, o alejar de la Tierra, a quinientos mil millones de cuerpos flotantes orbitando alrededor de nuestro planeta.

R. M.: Trilogía de Rusty


EL MONO QUE SABÍA DEMASIADO

Rusty Crawford salió aquella mañana de su casa dispuesto a dirigirse a la oficina en la que trabajaba desde hacía tres años, pero apenas había pisado la calle se dijo que no soportaba más su vida y que se volvería a la selva.

La historia de Rusty no era una historia cualquiera. Fue cazado cuando tenía tres meses de edad y trasladado al zoo de Boston. Cuando cumplió doce años se escapó de su encierro, se hizo con papeles falsos, se vistió como un humano y buscó trabajo, pero... el trabajo le aburría, y además, en Boston no era fácil encontrar plátanos.

Decidido a todo, rompió sus documentos de identidad tan trabajosamente conseguidos, y por supuesto falsos, se desprendió de la ropa que tanto le molestaba y, dando grandes saltos de alegría por la decisión tomada se dirigió a la costa, dónde pensaba tomar un barco que le pudiese trasladar a su amada selva.

Bien provisto de unos cuantos cocos y unas cuantas raciones de plátanos, escondido en una de las chimeneas de aquel crucero, logró viajar hasta su país natal. Una vez en la selva logró encontrar a sus parientes y se dijo que por fin estaba en casa. Encontró a una monita que le hizo tilín, pero, sin embargo, Rusty ya no pudo ser jamás feliz. La vida sencilla y rústica de la selva le aburría aún más que la oficina de Boston, y es que, Rusty, ya sabía demasiado para ser un simple mono.


LA SOLUCIÓN DE RUSTY

El gran cazador blanco avanzaba con astucia por la selva, con su fusil preparado y dispuesto a dispararlo contra la primera alimaña que se encontrase, cuando oyó que alguien le chistaba.

Asombrado, pues creía encontrarse solo, miró a su alrededor sin ver a nadie. Grandes árboles con largas lianas colgando le rodeaban, pero ni una persona cerca, y no obstante, seguía oyendo cómo alguien chistaba. Pensó que quizá sería algún extraño pájaro, cuando, de repente, apareció ante él un mono haciéndole señas amistosas. El mono se le acercó, le dijo algo al oído y el gran cazador blanco asintió.

Desde ese día, Rusty compagina su vida en la selva con un trabajo en la oficina del cazador. Su horario en la oficina es de 9 a 1 y se pasa la mañana ordenado papeles. No cobra nada por trabajar de escribiente, pero de ese modo logra paliar en parte su nostalgia, se siente útil y vive en la selva con su familia, lo que siempre había deseado.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.


LA HEMBRA

La hembra de Rusty no alcanzaba a comprender el motivo de que su macho, sin dar explicación alguna, desapareciese todas las mañanas. Un día le siguió, pero Rusty se dio cuenta y la amenazó con el puño en alto. No volvió a seguirle, pero para ella siempre fueron un misterio esas idas y venidas.

La hembra era muy apetitosa para otros machos, y ella, aunque nunca aceptó seriamente otras relaciones, se dejaba mimar, lo que era un fastidio para Rusty, quién debía andar a la greña espantando a la competencia, por lo que ideó un plan que puso en práctica.

Un medio día, al regreso de la oficina, apareció en la tribu llevando en una mano un gran pistolón, un Colt automático que había cogido de uno de los cajones del cazador blanco. Los monos, machos y hembras, miraban curiosos aquel objeto desconocido que Rusty llevaba, y éste, una vez rodeado por la gran curiosidad despertada, levantó la mano en la que portaba la pistola, y apuntando al cielo descargó el cargador entero. Al sonar los disparos, que retumbaban con mucha fuerza en la selva, los monos se asustaron tanto, que mientras las hembras se agachaban protegiéndose la cabeza con los brazos, los machos huyeron despavoridos. Uno de los disparos acertó de pleno en un pobre guacamayo que se encontraba situado en lo más alto de un árbol y cayó redondo al suelo, herido de muerte, y entonces, los monos que vieron caer al pájaro, no dudaron de que éste se había muerto del susto.

Rusty, una vez cumplida su misión, devolvió la pistola al día siguiente, pero el cazador blanco ya se había dado cuenta de que la pistola no estaba en el cajón donde él la había guardado. Tan pronto Rusty llegó a la oficina, el cazador le acusó de ladrón. Rusty movía su cabeza hacia uno y otro lado mientras gritaba: ¡Uh, Uh, Uh! gritos que significaban que negaba la acusación, mientras señalaba hacia un rincón en el que había depositado poco antes, y con disimulo, la pistola. El cazador vio la pistola, la tomó en sus manos y se dio cuenta al instante de que no había ni una sola bala en el cargador, pero no comprendiendo lo sucedido dejó de hacer acusaciones, y Rusty retomó su faena diaria con satisfacción.

Desde el día de los disparos ningún macho rondó a su hembra, y si ocasionalmente alguno se acercaba, Rusty extendía una de sus manos, con un dedo dirigido al intruso y gritaba: ¡Pum, Pum, Pum! y con ese simple gesto, y sus gritos, le hacía huir.

Rusty fue aceptado como el Jefe de su tribu debido al gran poder que había exhibido y que al parecer nunca le abandonaba.

Por fin, después de tantos años, fue feliz al considerarse importante en su propia tribu, pero el mono que en Boston se hizo llamar, un día ya lejano, como Rusty Crawford, sabía que todo se lo debía a su portentosa inteligencia.

R. M.: La hembra


La hembra de Rusty no alcanzaba a comprender el motivo de que su macho, sin dar explicación alguna, desapareciese todas las mañanas. Un día le siguió, pero Rusty se dio cuenta y la amenazó con el puño en alto. No volvió a seguirle, pero para ella siempre fueron un misterio esas idas y venidas.

La hembra era muy apetitosa para otros machos, y ella, aunque nunca aceptó seriamente otras relaciones, se dejaba mimar, lo que era un fastidio para Rusty, quién debía andar a la greña espantando a la competencia, por lo que ideó un plan que puso en práctica.

Un medio día, al regreso de la oficina, apareció en la tribu llevando en una mano un gran pistolón, un Colt automático que había cogido de uno de los cajones del cazador blanco. Los monos, machos y hembras, miraban curiosos aquel objeto desconocido que Rusty llevaba, y éste, una vez rodeado por la gran curiosidad despertada, levantó la mano en la que portaba la pistola, y apuntando al cielo descargó el cargador entero. Al sonar los disparos, que retumbaban con mucha fuerza en la selva, los monos se asustaron tanto, que mientras las hembras se agachaban protegiéndose la cabeza con los brazos, los machos huyeron despavoridos. Uno de los disparos acertó de pleno en un pobre guacamayo que se encontraba situado en lo más alto de un árbol y cayó redondo al suelo, herido de muerte, y entonces, los monos que vieron caer al pájaro, no dudaron de que éste se había muerto del susto.

Rusty, una vez cumplida su misión, devolvió la pistola al día siguiente, pero el cazador blanco ya se había dado cuenta de que la pistola no estaba en el cajón donde él la había guardado. Tan pronto Rusty llegó a la oficina, el cazador le acusó de ladrón. Rusty movía su cabeza hacia uno y otro lado mientras gritaba: ¡Uh, Uh, Uh! gritos que significaban que negaba la acusación, mientras señalaba hacia un rincón en el que había depositado poco antes, y con disimulo, la pistola. El cazador vio la pistola, la tomó en sus manos y se dio cuenta al instante de que no había ni una sola bala en el cargador, pero no comprendiendo lo sucedido dejó de hacer acusaciones, y Rusty retomó su faena diaria con satisfacción.

Desde el día de los disparos ningún macho rondó a su hembra, y si ocasionalmente alguno se acercaba, Rusty extendía una de sus manos, con un dedo dirigido al intruso y gritaba: ¡Pum, Pum, Pum! y con ese simple gesto, y sus gritos, le hacía huir.

Rusty fue aceptado como el Jefe de su tribu debido al gran poder que había exhibido y que al parecer nunca le abandonaba.

Por fin, después de tantos años, fue feliz al considerarse importante en su propia tribu, pero el mono que en Boston se hizo llamar, un día ya lejano, como Rusty Crawford, sabía que todo se lo debía a su portentosa inteligencia.

R. M.: La solución de Rusty


El gran cazador blanco avanzaba con astucia por la selva, con su fusil preparado y dispuesto a dispararlo contra la primera alimaña que se encontrase, cuando oyó que alguien le chistaba.

Asombrado, pues creía encontrarse solo, miró a su alrededor sin ver a nadie. Grandes árboles con largas lianas colgando le rodeaban, pero ni una persona cerca, y no obstante, seguía oyendo cómo alguien chistaba. Pensó que quizá sería algún extraño pájaro, cuando, de repente, apareció ante él un mono haciéndole señas amistosas. El mono se le acercó, le dijo algo al oído y el gran cazador blanco asintió.

Desde ese día, Rusty compagina su vida en la selva con un trabajo en la oficina del cazador. Su horario en la oficina es de 9 a 1 y se pasa la mañana ordenado papeles. No cobra nada por trabajar de escribiente, pero de ese modo logra paliar en parte su nostalgia, se siente útil y vive en la selva con su familia, lo que siempre había deseado.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

R. M.: El mono que sabía demasiado


Rusty Crawford salió aquella mañana de su casa dispuesto a dirigirse a la oficina en la que trabajaba desde hacía tres años, pero apenas había pisado la calle se dijo que no soportaba más su vida y que se volvería a la selva.

La historia de Rusty no era una historia cualquiera. Fue cazado cuando tenía tres meses de edad y trasladado al zoo de Boston. Cuando cumplió doce años se escapó de su encierro, se hizo con papeles falsos, se vistió como un humano y buscó trabajo, pero... el trabajo le aburría, y además, en Boston no era fácil encontrar plátanos.

Decidido a todo, rompió sus documentos de identidad tan trabajosamente conseguidos, y por supuesto falsos, se desprendió de la ropa que tanto le molestaba y, dando grandes saltos de alegría por la decisión tomada se dirigió a la costa, dónde pensaba tomar un barco que le pudiese trasladar a su amada selva.

Bien provisto de unos cuantos cocos y unas cuantas raciones de plátanos, escondido en una de las chimeneas de aquel crucero, logró viajar hasta su país natal. Una vez en la selva logró encontrar a sus parientes y se dijo que por fin estaba en casa. Encontró a una monita que le hizo tilín, pero, sin embargo, Rusty ya no pudo ser jamás feliz. La vida sencilla y rústica de la selva le aburría aún más que la oficina de Boston, y es que, Rusty, ya sabía demasiado para ser un simple mono.

R. M.: Fotos fantasmales


Lo que le estaba ocurriendo era tan misterioso... No sabía a quién poder acudir para intentar solucionar el misterio cuando recordó a su viejo profesor de lógica. Buscó su dirección en la agenda y fue a visitarle.

—Pues sí, profesor, éste es mi problema.

—Vamos a ver, Arturo, me dices que te está ocurriendo desde el primer día que compraste la cámara digital, que vives tú solo en casa y que nunca le dejas la cámara a nadie.

—Así es, Don Cosme. En mi casa debe haber fantasmas. Cada día me encuentro imágenes que yo no he fotografiado. Mire las fotos. Ni siquiera conozco a esta gente...

—¿Y dices que siempre es por la mañana, al levantarte, cuando te encuentras la tarjeta de la cámara repleta de fotos?

—Sí, Don Cosme, cada día al levantarme reviso la cámara, porque ya se ha convertido en una obsesión, y encuentro cientos de fotos que yo no he hecho.

—Pues hijo... el asunto está bien claro. No se trata de fantasmas.

—¿Entonces... qué, Don Cosme?

—¡Pues que eres sonámbulo, hijo! ¡Y menudas juergas te debes pasar cada noche por ahí, fotografiando todo lo que te encuentras!

Ignacio: Exceso de celo


Antes:

Tripulante de la Enterprise: Quiero. Por fa, ¡por fa! ¡¡POR FA!!

T'Pol: Aléjese de mí. Seamos serios; piense en sus deberes.

Después:

T'Pol: Quiero. Pon'far, ¡Pon'far! ¡¡PON'FAR!!

Tripulante de la Enterprise: Aléjese de mí. Seamos serios; piense en sus deberes. ¡¡Y NO ME PELLIZQUE!!

R. M.: Una bicicleta imposible


Me quedé mirando aquella bicicleta imposible. No tenía pedales, así que me maravillé al verla y traté de imaginar cómo podría funcionar. En esto que llegó un mecánico y me pidió que por favor me apartara, que tenía trabajo que hacer en la bicicleta. Sé que era un mecánico porque vestía un mono lleno de grasa y en las manos llevaba... ¡dos pedales! Me aparté y me reí de la tontería de haber pensado que la bicicleta podía haber funcionado sin ellos. El mecánico me vio reír y me dijo, muy serio: si, ya sé que es una tontería ponerle esto porque no le hace ninguna falta, pero es la única manera para que la gente no se quede embobada mirando mi bicicleta. Hay días que hasta hay corros de gente. ¡Cómo! exclamé yo ¿Es que funciona realmente sin pedales? ¿Sin pedales? dijo el mecánico, claro que no, no funciona con pedales ni tampoco sin pedales, no funciona de ningún modo ¿no ve que tampoco tiene cadena? Es una bici vieja, y como apenas tengo sitio en casa, la tengo siempre aquí afuera.

R. M.: ¡Qué insensatez!


Abrí el grifo y dejé correr el agua. Me incliné ante el lavabo, poniendo las manos debajo del grifo para lavármelas y... unas manos salieron por el desagüe, agarrando fuertemente las mías ¡Esas manos tiraban con fuerza de mi, intentando introducirme dentro del desagüe! No podía desasirme, y entonces, serenamente, dije, dirigiendo mi voz hacia esas manos que me mantenían prisionero: Oiga, así no vamos a ningún sitio. ¿No se da cuenta de que es imposible que yo quepa por este agujero? Y añadí: Vamos, deje de tirar o nos pasaremos el día entero en esta postura tan tonta. Las manos me soltaron inmediatamente y vi cómo se levantaban con las palmas abiertas, en una postura que inequívocamente pedían disculpas. Vale, dije yo, así está mejor.

Me lavé por fin y salí del baño. Menuda tontería, pensé. ¡Mira que querer hacerme pasar por un desagüe tan pequeño...!

R. M.: Y el día llegó


Me desperté de repente y no fui capaz de ver nada a mi alrededor. La oscuridad era absoluta, ni estrellas, ni luna, ni siquiera un leve resplandor que pudiese ayudar a mis ojos. Palpé como pude el suelo con mis manos y noté la tierra húmeda. De pronto recordé todo. ¡Malditos canallas! ¡Hasta el ataúd se habían ahorrado! Mis exclamaciones las hice únicamente con el pensamiento, pues debía tener tanta tierra encima que me era imposible poder mover los labios. Me dije que si con el pensamiento podía maldecir, quizá también sería capaz de hacer lo que hombre alguno jamás había intentado, o al menos, lo que nadie había explicado. Me concentré para apartar con el pensamiento la tierra depositada encima de mi cuerpo y la tierra se apartó hacia los lados, dejando libres mis movimientos. Me incorporé al instante, con prisa, y entonces oí sonar una campanilla y una voz que decía: ¡Vamos, holgazanes, que ha llegado el día del Juicio Final! ¡A levantarse todo el mundo para ser juzgados!

R. M.: El negro


Encontré al negro por la calle, le cogí por el pescuezo sin dudarlo un momento y le pregunté: ¿tú escribes?

Ahora tengo al negro en casa. Hago que escriba sin cesar y todo lo firmo yo. Espero pronto hacerme famoso.

Ignacio: Proceso de textos


—Su relato. Gracias.

(Echo de menos los tiempos en que los procesadores de textos eran más rudimentarios, más románticos. Ay, la Olivetti, el WordStar...)

(Además, le dije que fuera de hackers y piratas, y me lo ha hecho de corsarios que mutilan a sus víctimas.)

(En fin, éste mismo vale, que no llego a la cuota semanal.)

Ignacio: El sueño y la espera


—Ay, ay, ay. Petra, ¿estás ahí?

—Claro que estoy aquí, ¿dónde quieres que vaya? ¿Qué te pasa? ¿Has vuelto a soñar?

—Sí, ay, qué impresión. He soñado con guerra, con bombardeos aéreos, con incendios. Con niños que lloraban, que pedían auxilio desde casas en llamas. Creí que lo estaba viviendo. Ha sido horrible. Petra, ¿por qué sueño?

—No lo sé, Felipe. Yo, mira, estoy aquí tumbada, y no he tenido ningún sueño desde que estamos juntos. Te escucho, te contesto, y cuando no, me hundo en un reposo oscuro y fresco. No sé por qué te pasa eso; pero algunos de los sueños que me cuentas son tan hermosos, tan llenos de vida.

—Sí, pero otros, como éste son horrendos. Te envidio, la verdad. Son tan horribles que pienso si no serán una señal, un aviso. Algo tienen que ser: no es normal que sueñe alguien en mi situación. Tal vez son un presagio de cosas por venir.

—¿Y qué puedes hacer tú? Tú te crees que Dios (si es que ha sido Dios) te ha enviado estas señales para que luego tú no puedas hacer nada ¡Estamos muertos! ¡Hace años que reposamos tumbados en estas fosas! Tómatelo con calma, deja pasar el tiempo lo mejor posible hasta que venga lo que tenga que venir. No esperes nada. Simplemente, espera.

Doctor Slump: El conductor cinéfilo


El compañero de pupitre de Jaime es albino. Tiene la piel tan blanca y los ojos tan claros que apenas soporta la luz del sol. Un pequeño vampiro de ocho años.

Luisa y Sofía son gemelas, siempre juntas, siempre protegiéndose mutuamente, siempre unidas e inseparables como dos siamesas.

José María es un psicópata, un asesino en serie, aunque no lo parece cuando lo vemos sorberse los mocos. Caza ranas y sopla con una pajita hasta que revientan; dispara a los pájaros con su escopeta de balines; si encuentra una camada de gatitos los mete en un saco y los tira al río. Ahora piensa en plantarle fuego a un perro, algo más grande.

Alberto tiene un ojo de cristal desde que al coche de su papá se le abrió la puerta en marcha. Una vez un profesor nuevo le dio una bofetada y el ojo saltó y rodó por el suelo, para espanto del maestro y risas de los alumnos. Cuando quiere impresionar a alguien, Tito se lo saca y enseña la cuenca; normalmente las niñas gritan y salen corriendo.

Esperan el autobús del colegio. El conductor, invariablemente, piensa: ¡Hala, la parada de los monstruos!

R. M.: Amistades peligrosas y realidades conocidas


—¡Rondel! ¿Cómo es que no has venido a comer? Te hemos estado esperando...

—¡Ay, amigo, no encontraba la pensión! Ni siquiera ahora sé dónde está.

—Pero... si estamos delante de ella, mira la entrada. Apenas he dado dos pasos para salir...

—¡No la veo, Martín, no puedo verla!

—Ven, ven conmigo, algo raro te ocurre, entremos.

—¡No! ¡No me toques! Hazme caso, retrocede esos dos pasos sin mirar hacia atrás y entra de nuevo en la pensión, pero sin tocarme. Temo que si me tocas, mi realidad se hará dueño de la tuya y los dos estaremos perdidos.

Martín, ante la insistencia de Rondel, y aunque muy extrañado, hizo lo que éste le pedía. Dio dos pasos hacia atrás sin dejar de mirar a su amigo y se encontró de nuevo, como esperaba, en el portal de la pensión. Desde ahí ya no veía a Rondel, aunque apenas unas décimas de segundo antes lo tenía delante. Avanzó cauteloso un paso fuera del portal y pudo entrever de nuevo su silueta pero muy borrosa. No dio un paso más, retrocedió hacia el interior de la pensión y se dirigió a su cuarto, pensando que prefería su realidad ya conocida.

Ignacio: El retorno de Alcmène

Ya había pasado la época de arriesgarse, yendo y viniendo del presente al pasado, al futuro. Un maduro profesor Alcmène utilizaba ahora su máquina, sobre todo, para experimentos automáticos, para viajes sin piloto con rutas programadas y todo tipo de instrumentos haciendo mediciones.

Le era muy útil para esas labores otro invento suyo: el Torno de Alcmène, un tambor giratorio programable, una evolución sumamente compleja y versátil de los rodillos dentudos que marcan las melodías de las cajas de música. Había desarrollado el mecanismo ya en los inicios de su carrera de inventor, cuando pensaba que el viaje en el tiempo podía ser peligroso, hasta mortal, para un pasajero humano. Pero unas décadas antes, los metales raros, el germanio, el francio, necesarios para componer el Torno, eran escasos y demasiado caros. Y el Torno se desgastaba, rápida, inevitablemente, con el uso.

En los años posteriores a la Guerra el precio de los materiales se redujo notablemente. Un acomodado Alcmène se vio con la posibilidad de fabricar y usar muchos tornos, y reponerlos a un coste razonable. Fue casi el fin de sus viajes por el tiempo. Un perfeccionamiento del diseño le permitió, además, usar un torno muchas más veces antes de su deterioro.

O eso pensaba él. De repente, notó que los tornos perfeccionados presentaban, de nuevo, una tasa de desgaste inexplicablemente alta. Además, observó que, por algún extraño efecto, que se preguntaba si era un efecto secundario de los repetidos viajes temporales, los tornos que resultaban estar averiados, sufrían una involución de diseño, volvían a ser como los tornos primitivos que usara en sus primeros años.

Entonces lo recordó todo. Esa noche abrió de súbito la puerta del laboratorio, y se encontró a sí mismo, más joven, más fresco, más atrevido, sustituyendo disimuladamente los tornos nuevecitos por tornos viejos, hechos polvo, del año de la polca, y nunca mejor dicho, tornos agotados que disimulaban su desgaste con una buena limpia y una oportuna capa de purpurina.

-¿Pero no te da vergüenza?, ¡¡aprovechado!! - le gritó a su otro yo, mientras éste huía con su presa, a través de la máquina del tiempo, hacia el pasado.

-¿De qué te quejas? ¡Tú también lo hiciste! ¡Cínico!

Cínico no, se dijo, desmemoriado por la edad. La simple precaución de un cerrojo nuevo hubiera evitado este latrocinio, que ni siquiera entonces estaban precisamente los tornos baratos. Al viejo Alcmène se le hizo evidente que los viajeros del tiempo que olvidan su historia están condenados a repetirla.

R. M.: La bomba

-No deberías haber explosionado la bomba, Franklin, no sin habernos dado tiempo a salir de ahí.

-Lo sé, Jeremy, algo me ocurrió y se me resbaló de los dedos.

-Bueno, ahora ya no importa.

-Así es, nada importa, supongo que no existimos, pero tienes muy buen aspecto.

-Tú también tienes buen aspecto, Franklin, pero dime una cosa ¿sientes dolor?

-No, no siento nada. Sentí un pánico inmenso cuando... pero ahora ya no. ¿Y tú? ¿sientes dolor?

-No, yo tampoco siento nada, pero te diré algo: apenas te veo. Parece que te estés desdibujando. Quizá sea mi vista.

-No sé lo que será, amigo, pero yo también veo cómo desapareces ante mi. ¿Y sabes una cosa?

-No sé nada, compañero. Solamente siento que me invade una gran paz...

-Y yo, amigo, yo también siento una paz y una felicidad especial...

-Adiós, Jeremy.

-Adiós, Franklin.

R. M.: Foster, tengo un problema

-¡Foster! ¡Responde! ¡tengo un problema!

-Te oigo, Young ¿Qué te ocurre, amigo?

-¡Mi tablero de navegación no parece funcionar! Y lo que es peor, se me acaba el aire, me cuesta respirar.

-Young... eso no es un problema ¡son muchos problemas!

-Lo sé, Foster. No encuentro la avería y me voy a ahogar. Llevo rato intentando encontrar la solución, pero ya noto la falta de aire. Algo debe haberse incendiado porque la cabina se ha llenado de humo.

-Veamos... analicemos la situación: estamos muy lejos de la flota para que intentes llegar hasta ella... si me dices que ahora mismo ya notas la falta de aire. A cien años luz tenemos la séptima galaxia, y ahí tenemos una base ¿Crees que podrías llegar? No tardaríamos más de tres horas, Young.

-Negativo, Foster. No llegaría. Además, mis instrumentos de navegación se han quedado mudos y sordos, ni siquiera podría poner rumbo a esa base. No veo otro remedio que enfundarme el traje espacial y abandonar mi nave.

-¡Joder! ¿Y que ganarías con ello? Te perderías en el espacio y morirías igualmente por falta de aire. Estamos demasiado lejos de ningún sitio para que podamos transmitir un SOS. Ya sabes que los trajes espaciales son simplemente de apoyo y que apenas contienen aire para una hora. Yo podría acercarme a la flota o a esa base e intentar retransmitirles el problema... pero para entonces ya se te habría agotado el aire. Lo mejor que podemos hacer es que te enfundes la escafandra y que te traslades a mi nave. Ya sabes que en estas naves no hay sitio para dos, pero puedo desprenderme de los medidores. Eso te permitiría permanecer acurrucado detrás de mi asiento hasta poder llegar a la base. Una vida vale más que mil medidores.

-De acuerdo, hagámoslo como dices, pero deberás acercarte tú, yo no puedo maniobrar, mi nave va a la deriva.

-Conforme, amigo, ponte el traje espacial y ten calma. Ya me dirijo hacia ti.

---------------------

-¡Ya te veo, Young! Estoy justo a tu lado, pero tu nave se bambolea peligrosamente junto a la mía, debes tener también el timón averiado. ¿No puedes mantener el rumbo? Podríamos chocar si no logras dominar la estabilidad de tu nave.

-Negativo. Nada funciona, pero ya tengo puesto el traje y estoy preparado para salir. Voy a hacerlo, Foster, recógeme.

-----------------------

-¡Uf! Menuda tensión, compañero, ahora me siento perfectamente. ¿Cómo estás tú?

-Me encuentro mejor que nunca. Lastima que las naves no resistieran en el choque, eran unas buenas naves. Me pregunto adónde iremos ahora, tú sin aire ya en tu traje, y yo... sin siquiera traje. Y lo curioso es que no necesito respirar.

-No te preocupes. Algún lugar habrá para nosotros.

-Seguro, amigo.

Ninovska: La sirenita

Por amor dejó su dulce y suave Skorpios, una isla de lujos y caprichos en la que era una princesa. Siguió al hombre duro de la estepa creyendo que sería una mujer dichosa.

No tardó mucho en comprender que él no amaba a la mujer. Ella se lanzó una madrugada a la piscina queriendo volver a ser Sirena.

Ignacio: Alianza de exploraciones

1- Alianza de exploraciones:

La Gran Expedición Solidaria Conjunta Islamo-Americana a Marte del año 2045 terminó como el rosario de la aurora.

Después de tantos años de preparativos, de viaje, perfectos en el más mínimo detalle ¿qué defensa cabía ante un hallazgo tan inesperado, ante una casualidad tan cruel?


2- Alianza de disquisiciones:

¿Quién podía haber previsto que la Cara de Marte de Cydonia, era, realmente, una escultura?

La NASA no quiso acallar el descubrimiento; fue unánimemente elogiada por ello.

Lo malo fue cuando, tras breves estudios de los datos hechos públicos, se llegó a la conclusión inevitable, que conduciría a una Guerra Mundial, Espacial, inevitable. Las bombas nucleares recorrerían todas las órbitas del Sistema Solar, sin distinguir inocentes de culpables, sin distinguir ofensas de meras evidencias.

La gran cara de Marte tenía apenas 1400 años. Había sido construída por una raza extraterrestre de paso en el Sistema Solar, que había elegido Marte como base mientras estudiaba a la Humanidad, y, desgraciadamente, se dejaba influir por su cultura. La aparente erosión era sólo una peculiar convención artística alienígena.


3- Alianza de inquisiciones:

Había relieves explicativos en alfabetos humanos primitivos, esparcidos por todas las piedras de la meseta. Aquel gran relieve en la roca era un homenaje a un prominente personaje de la Tierra.

La Cara de Cydonia era una efigie de Mahoma.

Con turbante y todo.

Doctor Slump: Dislocación

Rodolfo no se encontraba a gusto en su propia piel, y ansiaba escaparse, sin saber adónde ni por qué. No, tampoco era eso; no quería ser otro... sino que creía ser otro... o debía ser otro. Ah, era un caso realmente curioso el de Rodolfo, siempre dislocado, fuera de lugar, echando de menos lo que no había conocido, intuyendo una vida distinta a la que pertenecía con más derecho que a la que verdadera.

Rodolfo era una persona leal, estable, conservadora y práctica, pero él se sabía decidido, emprendedor, competitivo y valiente. No es que sintiese esos impulsos, no es que refrenase su carácter natural; él era como era, no había engaño, y sin embargo no podía dejar de pensar que estaba traicionando a su verdadero yo. Cómo lo sabía, jamás pudo explicarlo.

Sentado en el jardín de su mansión se quejaba de su trabajo. No era feliz como directivo de banca. Por favor, sí que era feliz; es sólo que a veces notaba que tenía que haber sido ingeniero.

Incluso su esposa no era quien debía ser. Se entendían perfectamente, hasta podría decirse que aún se amaban después de tanto tiempo juntos. Y ése era el problema: no deberían entenderse, no estaban hechos el uno para el otro. ¡Habían encajado cuando no era lo natural! Como ocurre a veces con los puzzles mal montados pese a su apariencia.

¡Pobre Rodolfo! Paciente, cariñoso y de buen carácter, querría ser obstinado, impulsivo, y en ocasiones temerario.

La víspera de cumplir los cuarenta su madre le visitó. Le regaló una chaqueta de pana y tomaron café. Al caer la tarde le dio un beso y se despidió.

- Feliz cumpleaños, hijo.

- No es hasta mañana, mamá. Aún faltan unas horas.

- Bueno, en realidad es hoy el día, Rudy. Nacer, naciste el 20, pero por un problema de papeleo se te apuntó en el Registro el 21.

Y de pronto Rodolfo entendió todo, esa desazón continua, ese querer ser quien no era. Su vida había sido un engaño, un tremendo error, una incongruencia. ¡Pues había vivido la vida de un Tauro, y él era Aries!

Ignacio: El juego de las nubes y las sombras

El sol, el cielo, la hierba de los prados, los pétalos blancos y oro de las margaritas inundan mis ojos de luz. Tumbado boca arriba, dejo pasar las nubes frente a mis párpados entornados. Las pestañas se antojan una telaraña adornada de gotas de rocío; las nubes siguen desfilando lentas, incansables frente a las rendijas que protegen la modorra, el dulce vagar de la imaginación, el suave murmullo de la brisa, la escucha distraída de una voz cercana que cartografía con su imaginación las nubes pasajeras.


Parece un perro, una flor, un león, un ave. Un castillo en el cielo, las ruinas de un templo sumergido. La voz también parece ser cualquier sonido: el sonido tan familiar de mi compañera, el zumbido sordo de la radio, los gritos de los niños que jugaban hace tanto tiempo bajo mi ventana, el susurrro del viento. Con los ojos cerrados mi mente vaga entre las nubes, bajo la tierra, por los caminos de las estrellas, tan lejos que me parece oír la voz como procedente de otro mundo. La voz de otra ella que me acompañó gran parte de mi vida, y a la que nunca conocí. La voz de tantas otras. Si las nubes pueden parecernos cualquier cosa, pero siempre adoptan configuraciones familiares, ¿no podrá ser que en la voz que hemos elegido para que susurre a nuestro oído todas las tardes y noches de ojos cerrados del resto de nuestra vida, creemos encontrar todas las voces anteriores, igual que las nubes acaban adoptando todos los rostros?

Una flor compuesta de camomila, cientos de minúsculas flores doradas que se agrupan, que nos engañan con una corona de hojas blancas modificadas para hacernos creer que es sólo una. Arranco los falsos pétalos de una margarita, me quiere, no me quiere, me quiso, no la quise, si, no, si, no, un juego que termina, una respuesta que es "no" para siempre cuando la corona ha perdido todos sus pétalos, cuando todos los tiempos se terminan, cuando sabes que no volverás a pasear con ella sobre la hierba verde y fresca, cuando no sabes dónde está y el "no" final, siempre repetido y eterno del silencio te deja claro que no has de encontrar su escondite, que no la verás más, que el final llega y nunca acaba.

Todas las nubes, todas las caras, todos los recuerdos; todas las sombras que parecen seguirnos más allá del campo de visión, sombras que, al volver la mirada, descubrimos que sólo contienen la gran ausencia que nos persigue, que nos acecha, que nos hiere, que florece en todo su significado cuando se han marchitado también las margaritas que brotaron de noche en la tierra fresca de las fosas recién removidas.

Ignacio: El rostro que acecha en las sombras

Los ojos terribles refulgían en la oscuridad. Sus blancos y rojos colmillos traspasaban como sangrientos faros la sombra que velaba su cara, la sombra que arrojaban sus garras extendidas cernidas en un audaz escorzo sobre el pebetero en el centro de la ilustración, que era la única fuente de luz, a juzgar por la distribución de claroscuros, por las audaces mezclas de colores de matices encendidos que daban su impronta al fondo, a la figura demoníaca que parecía abalanzarse desde las tinieblas exteriores, a los brillantes y abultados músculos del bárbaro que aguardaba, impávido y alerta, junto al fuego que arrancaba chispas de su espada.

-Una magnífica ilustración, muy retro, me recuerda mucho a Boris Vallejo, Buscema, Conan, todas esas cosas antiguas, en fin. - la voz del editor no sonaba muy convencida, pese a todo.

-Justo lo que me pediste ¿no? Estilo retro, nada de experimentar, nada de política ni por alusiones casuales, nada que pueda ser ofensivo, todo fantasía. Tengo esta portada, y la he cuidado mucho por ser una especie de presentación, y ya tenemos casi terminada la primera aventura, que verás que tiene muchísimo nivel. Todo muy clásico.

-Sí, en fin, ya sabes que no está el horno para bollos. Hemos dado un giro editorial claro, hemos abandonado todas las temáticas actuales, para evitar polémicas, y nos vamos a dedicar a puro escapismo, al estilo antiguo, aventura, y nada más que aventura. Pero hay un problema, verás: esta ilustración... es un demonio, ¿no?.

-Hombre, tiene cuernos, alas de murciélago, colmillos, cinco metros de alto y bastante mala leche. En la historia se lo llama Nahagorr, El Rostro que Acecha en las Sombras, y se lo define como el único superviviente de una raza olvidada, pero sí, se podría decir que es un demonio. Típico de la espada y brujería. ¿Por?

-Es que, verás, hay gente que cree en estas cosas ¿sabes? No que crean en su existencia, como los católicos, que les da más o menos igual cómo los pintes, sino gente que cree en ellos de verdad, que los respetan. Es una creencia tan respetable como otra cualquiera. Y nosotros también tenemos que respetarlos a ellos, y ya has visto que de un tiempo a esta parte todo el que recibe quejas por estos temas se le encadena un problema con otro, y va para abajo, y nadie sale a defenderlo porque al que lo hace también le va mal. Estos son otros tiempos, son tiempos de respeto, el respeto a los demás tiene que ir ante todo.

-Pero bueno, ya te he dicho que en ningún sitio se nombra siquiera la palabra "demonio" o "diablo". Nahagorr, Rostro que Acecha en las Sombras, y punto.

-Bueno, eso de identificar siempre el mal con lo negro y lo oscuro nos acabará dando problemas, ya verás, pero de momento sólo tenemos que hacer un par de pequeños cambios, para curarnos en salud. El guión no lo tocas, pero cámbiame el aspecto del bicho. Superviviente de una olvidada raza, me has dicho. Vale. Le vas a dar más aspecto de dinosaurio, déjale los cuernos si quieres, pero que sean como más de dinosaurio, las alas sirven así, más escamas, y escamas de esas grandes de dragón en la espalda y la cola, por aquí y por aquí, que el torso no tenga tanta pinta de humano. Y para quedarnos tranquilos del todo, de nombre le pones Nahagorrsaurus, o algo por el estilo, ya me lo pulís vosotros un poco.

-Pues vaya trabajo tonto, y qué lástima de ilustración a todo color desperdiciada.

-Pues no te quejes, y da gracias a que todavía no ha salido un grupo de gente que adore a los dinosaurios, que entonces iría todo a la basura. Me pregunto dónde iremos a parar, si acabaremos publicando tebeos de flores que hablan, o de pentágonos y hexágonos. O nada de nada, quién sabe.

El editor se marchó, enfrascado en miedos y cálculos inexplicables; el dibujante se quedó solo, pensativo ante aquel magnífico dibujo que quedaría oculto para siempre al público, que nunca sería impreso. Su obra más lograda, en la que había logrado su máxima inspiración, Nahagorr, tendría que esperar, sus planes para que el Rostro que acecha en las Sombras fuera viendo la luz, poco a poco, con cualquier pretexto, como preludio de una presencia cada vez mayor, después de milenios de olvido, se habían visto momentáneamente obstaculizados por el miedo, por la ñoñería de la gente estúpida.

Él se lo había profetizado, le había dicho que tal vez fuera así, que la estupidez y la bajeza humana por un lado favorecerían Su Regreso, aunque eran al mismo tiempo una poderosa fuerza protectora. Pero sin duda hasta Su Sabiduría profunda e infernal se vería sorprendida cuando le contara los detalles exactos. Cogió la cera roja de un material especial que guardaba entre los útiles de trabajo más comunes, y se dispuso a dibujar, una vez más, el Signo sobre el suelo, a la espera de nuevas instrucciones.

Doctor Slump: El contexto

Corren como conejos, piensa mientras dispara y mata a otro hombre.¡Ah!, jamás había sospechado que un simple instrumento le daría esta sensación de poder absoluto; y sin embargo vuelve a equivocarse porque nunca fue menos dueño de sí mismo que ahora: es el fusil quien domina la situación, quien decide quién vive y quién muere, y el muchacho-casi un crío- ya no puede detenerse. Tampoco querría hacerlo, es comprensible: para esto ha estado preparándose tanto tiempo, por esto ha soportado humillaciones y vejaciones, soñando con este día ha encontrado las fuerzas para resistir. A partir de hoy le respetarán, vaya si no, nadie volverá a reírse de él. ¡Ahí hay uno! Y con una mueca desagradable (aunque su dentadura es perfecta, su dentadura inmaculada de adolescente americano) aprieta de nuevo el gatillo y vuelve a acertar; el hombre que cae muerto no sonríe, perdió su última oportunidad de hacerlo, al menos hasta que su calavera muestre la perpetua sonrisa final. Estos pensamientos no son del joven, él no tiene tiempo para dedicárselos; no son más que anónimos enemigos, muescas en la cuenta de cadáveres que sigue creciendo, y ya busca otro despistado, algún cuerpo mal oculto al que apuntar, algún odiado desconocido al que matar. Pero cada vez es más difícil sorprenderlos y sabe que pronto vendrán a por él. Que vengan. Está preparado.

Éstos son los hechos. Ya sólo me falta el contexto para definir al personaje. ¿Lo sitúo en una selva centroamericana, o incluso mejor en un planeta lejano? ¿O lo dejo en la terraza de un edificio? ¡Es tan sutil la diferencia entre un héroe y un psicópata!

Kohell: Profilaxis

-Bueno...uf ¿cómo empiezo? No sé cómo hacer esto, hijo, mi padre nunca pudohacerlo conmigo...En fin, que tienes una edad ya, y deberíamos... hablar...de sexo -dijo, arrastrando las palabras con evidente esfuerzo.

-Pero papá...

-No, no, déjame, ahora que me siento con fuerzas . Escucha,... hay que estarpreparado. Seguro que habrás oído hablar a todos esos que hablan de laabstinencia, y hasta es posible que tú y tus amigos os hayáis reído deellos. No son mala gente, pero son unos utópicos. Yo no pienso así. El sexotiende sus trampas, no podemos ir contra las hormomas, de pronto la ocasiónse pone a tiro y no puedes evitarlo.

"Tienes que estar preparado -repitió-, tienes que estar seguro de tomarprecauciones, luego pasa lo que pasa, más de un amigo mío se ha caído contodo el equipo por practicar el sexo sin protección, y te digan ellas lo quete digan, que si ellas controlan, que si tal, tú en la tuya, que no te comanla cabeza, que más de una por quedarse preñada y cazarte hará lo que sea.

"Toma, y si no puedes evitar el sexo, al menos, póntelo.

Dijo papá Mantis, ofreciendo un casco a su hijo.

Doctor Slump: El velo

Cuando llegaron los inmigrantes los acogimos con los brazos abiertos. Aunque nuestro pueblo es pequeño ellos sólo eran tres, de aspecto afable, y confiamos en que pronto se integrarían. No sabíamos mucho de su vida anterior, de las circunstancias que les habrían empujado aquí, pero su asombro constante y el placer que encontraban en las cosas más sencillas delataban las miserias que habían dejado atrás. Y por ello les cogimos cariño... un cariño no exento de paternalismo.

Pero son distintos. El hombre, moreno, con el pelo corto y rizado, lleva bigote; todo en él, sus labios, su nariz, hasta su timbre de voz, principalmente su tez, nos separa. Su mujer y su hija son hermosas a su manera; lo poco que podemos ver de ellas muestra una piel aceitunada, de un color extraño para nosotros pero atractiva, como sus ojos oscuros. Y digo que es poco lo que vemos, y digo que son distintos, porque ocultan su belleza, se tapan como si la luz les dañase, se cubren de ropajes de arriba a abajo para preservarse de miradas ajenas. Viven sus cuerpos como pecaminosos, avergonzadas de ser, tan acostumbradas a ello que asumen esta represión como propia, la defienden cuando intentamos ayudarlas y se niegan a quitar esas prendas humillantes.

Nos cuesta entender su visión del mundo; es más, no queremos entenderla, no debemos. Hablamos a menudo con el marido, pero de momento se niega a "desnudar" (así lo llama) a sus mujeres. La tradición lo dicta, su religión lo manda. ¿Pero qué religión puede ser ésa? No una de amor. No una que las respete.

Y sin embargo creo que no está lejano el día en que se rompa su dique, en que olvide lo que le han impuesto y se libere y las libere, el día en que comprendan que no hay más pecado en sus carnes que el no verlas como naturales. El día en que este hombre sea uno más entre nosotros, en que ellas se integren y, alejadas de estúpidos tabús, adopten nuestras costumbres, que vivan como las demás jóvenes y, tras arrojar al fuego las absurdas ropas, se paseen desnudas sin pudores por estas maravillosas tierras africanas.

Doctor Slump: El mito de la caverna

Siempre he sabido que la realidad que se mostraba a mis ojos no era la última, que había algo más; que oculto a mis sentidos, o no reconocido por ellos, existe un patrón ordenado. El caos sin lógica, aun hermoso a su manera, no puede ser más que una tapadera. Hay otra realidad acechando detrás de las apariencias, estoy seguro.

A veces creo atisbarla, tengo visiones fugaces de un diseño coherente, una revelación. Por un instante ese esquema parece destacarse, y entonces todo tiene sentido, todo tiene su función; pero es inaprensible y se escurre y oculta de nuevo, dejando sólo una frustrante sensación de pérdida. Pues sé que cuando llegue la anamnesis ésta será definitiva, que cuando se me enseñe la verdad no volveré a vivir ciego, a confundir el ruido blanco con el dibujo.

Mis ojos me engañan, se aferran a lo cotidiano, protestan. No quierendar la espalda a la caverna y afrontar el fuego. Duele, pero seguiréesforzándome. Algún día lo conseguiré.

Lo juro: aunque me deje la vista en el empeño, conseguiré ver esepuñetero dibujo en 3D.

Doctor Slump: La madre yerma

Todos mis hijos han fallecido. Muchos nacieron muertos, otros sólo respiraron unos minutos. Ya he perdido la cuenta; un par de docenas, creo. Para los últimos ni siquiera había pensado un nombre.

Hay algún mal endémico en mí, una carencia que temo incluso identificar, que prefiero ignorar (como si eso fuese posible), un vacío yermo y seco en las entrañas que sólo arroja cadáveres, abortos de criaturas que quieren volar y están condenadas ya desde su concepción. Y me pregunto si mi empecinamiento, si la ilusión que pongo en cada alumbramiento, la esperanza de que el próximo salga adelante, son los signos de una madre valiente y heroica o sólo los rituales de un criminal. Porque ¿estoy matando a mi hijos o por el contrario les estoy dando una oportunidad de vivir?

Mientras, me consumo viendo cómo a mi alrededor crecen vigorosos e independientes los hijos ajenos, e intento aprender de sus padres, comprender qué nos diferencia, dónde reside el hálito de vida que saben insuflar en ellos y yo no; y en el simple hecho de que tenga que preguntármelo está la respuesta.

Aun así, no dejaré de intentarlo. Y quizás algún día, en vez de enterrar el enésimo fruto, muerto de tristeza, de desánimo, de tristeza, de simpleza, de hastío, de pobreza, de mediocridad, quizás algún día consiga escribir un cuento cuyos personajes estén vivos.

Doctor Slump: El destino

A veces deseamos algo con tanta energía que al destino no lo queda otra alternativa que ceder. Ésa es la única explicación posible para su suerte: ante él está desnuda, perfecta como una criatura soñada, su diosa. Si supiese dibujar y pudiese llevar al papel el cuerpo de la mujer ideal, coincidiría línea a línea con el de esta joven; y ahora va a ser suya. No es posible tanta dicha; se pellizca mentalmente para convencerse de que está despierto.

De todos modos, no se engaña: si ella es perfecta, él es un perfecto mediocre, y si esta noche están juntos no es por sus méritos. La chica de nombre aún desconocido ha sufrido un gran desengaño amoroso (¿quién podría rechazarla?, se asombra); un cóctel de llanto, desesperación, alcohol y drogas la han traído a él, rota, indefensa. No está orgulloso, sabe que se está aprovechando de su fragilidad; sabe también que las horas de placer que vendrán no tendrán continuidad, que es ahora o nunca, y le ciega el deseo.

No dice ni una palabra, no tendría sentido, y empieza a desnudarse. No, no se engaña, pero fantasea. Aunque él no significa nada para ella, que es sólo un momento de transición (pues la mujer está en pleno tránsito), fantasea con que todo ha sido deliberado, que la joven le ha buscado, que no sólo el azar les ha juntado. Se imagina, y se consuela al hacerlo, que ella le conocía y que sabía que acabaría la noche con él, que sabía, justo antes de mezclar el whisky y las pastillas, que él era forense.

Doctor Slump: Campeón

Solía enfadarme a menudo con mi pareja, algunos días más de una vez. Si no prestaba bastante atención a lo que le decía, si no recordaba el nombre de un actor, si estaba a mi lado cuando quería estar solo, si no se quedaba conmigo cuando quería compañía, si no me recibía con el entusiasmo adecuado, si se dormía viendo una película, si no leía lo suficiente... Yo la castigaba con mi silencio, hasta que me pedía perdón y la acogía reconciliador en mis brazos. Ah, qué enamorada estaba de mí.

Una tarde, al llegar del trabajo, no estaba en casa. La había dejado llorando, así que no la llamé al móvil: antes debía disculparse.

Cómo pasa el tiempo. Hoy hace tres años que se fue.

Perdón, se me ha metido algo en el ojo, ya está. No, claro que no la he buscado. Ya vendrá ella, ya, y pedirá perdón, y entonces, sólo entonces, hablaré. Como un campeón.

Doctor Slump: El deseo

Está loco por ella. Entendedme bien, no la ama, no la quiere, ni siquiera la conoce: es sólo deseo carnal, fantasías no realizadas de sexo salvaje. No sabe su nombre pero es una diosa, la criatura más bella del mundo, de su mundo al menos. Porque nadie más parece notar la sensualidad arrebatadora de esa chica, nadie más queda al borde del desmayo al verla pasar. En cualquier caso no son los posibles rivales quienes le detenían (supone que tendrá novio, tiene que tenerlo) sino su timidez e inseguridad; esa mujer es la perfección, un sueño en carne y hueso, un delirio, un milagro, un pecado, un imposible, y una mujer así no está a su alcance. La contempla desde lejos, la observa en secreto y vive encuentros imaginarios que le dejan exhausto y sucio.

Se masturba con los pequeños retales entrevistos de su cuerpo. Las piernas magníficas que mostraba su falda una tarde, los pechos firmes que se adivinan tras la camiseta, el cuello largo y moreno, sus labios carnosos... Y la desviste, sofocado, intentando componer sus muslos, su pubis, sus nalgas, sus pezones, sabiéndolos insuperables.

No sabe qué daría por acostarse con esa joven. No, no aspira a tanto: no sabe qué daría, qué no daría por verla desnuda, por morir de gozo ante tanta belleza. ¡Lo daría todo! Pero eso sería un milagro y no cree en ellos.

Y hoy, de pronto, ocurre el milagro. Hoy creerá en Dios. Hoy es un dios. Porque la diosa se ha quitado la ropa ante él, ante él que está oculto casualmente y no tiene nada que temer ni disimular. Ella ignora su presencia y está relajada, confiada, pero infinitamente excitante. Los rayos hacen brillar su cabello, sus labios húmedos, su piel tersa. Es tal y como la había imaginado en sus fantasías, en sus orgasmos.

Pero... están en una playa nudista y él casi ni se fija. ¡Es territorio deserotizado!

¡Ay! No sabe qué daría por acostarse con esa joven. No, no aspira a tanto: no sabe qué daría, qué no daría por verla desnuda, por morir de gozo ante tanta belleza. ¡Lo daría todo! Pero eso sería un milagro y no cree en ellos.

Doctor Slump: Los gemelos

En mi edificio hay dos gemelos, dos niños idénticos, de los que no puedes distinguir. Tendrán unos nueve años. Van en sus bicis de la misma marca, con el mismo corte de pelo, la misma ropa, los mismos juguetes, iguales en todo, como dos monstruosas gotas de agua de un metro treinta de altura. Supongo que se llamarán Jorge y Jose, o quizás Carlos Luis y Luis Carlos.

No puedo entender por qué les hacen eso sus padres. Por qué les anulan así, por qué inhiben el desarrollo de sus personalidades, por qué les niegan su individualidad.

Me preocupan los chicos, la verdad. Me da miedo que esta educación castrante les afecte más adelante. Un ego aplastado tan cruelmente encontrará una vía de escape de algún modo. Cuántas películas hemos visto de gemelos psicópatas, haciéndose pasar uno por otro y cometiendo toda clase de fechorías. Pero cuando lo comento nadie me hace caso; incluso se ríen de "mis paranoias".

En fin, que estoy firmemente convencido de que los niños deben diferenciarse físicamente para poder diferenciarse espiritualmente y crecer mentalmente sanos. Y debe hacerse pronto antes de que se conviertan en unos adolescentes anormales.

Así que esta mañana he cogido a uno de ellos y le he vaciado un ojo. Ya no volverán a confundirse.

¡Hay que tener mucho cuidado con los psicópatas!

Doctor Slump: El mismo amor, la misma lluvia

Todo en ellos huele a nuevo; sus gestos son frescos, sus miradas nodejan de descubrir, de inventar, de aprender. ¡Tienen tanto por delante, tanta magia, tantas sorpresas! Llovizna suavemente, acariciándoles, creando reflejos de su felicidad en las calles: dos enamorados besándose en un charco. ¿Puede haber algo más romántico que este paseo bajo la lluvia? La chica cree que se va a morir de dicha. ¡Le quiere tanto!

A sólo dos manzanas hace una tarde horrible, no parece que vaya a parar nunca de llover, que ella vaya a parar nunca de llorar. Las lámparas se caen, las paredes se desconchan, las arañas tejen sus telas en la cama; todo huele a viejo. Él no contesta a sus llamadas, ya estará con la otra. Todavía le queda mucho por sufrir, mucha autocompasión y desesperación. Esa herida acabará por cerrar, claro, y quizás sólo le duela en días grises como el de hoy. Será su barómetro, como la pata de palo de un marinero. Porque ¿puede haber algo más deprimente que esta soledad bajo la lluvia? La chica cree que se va a morir de pena. ¡Le quiere tanto!

Doctor Slump: El hijo de la novia

- Encantado de conocerte al fin, jovencito. Aunque en realidad tu mamáme ha hablado tanto de ti que casi es como si te conociese ya. Estoy seguro de que nos llevaremos muy bien.

Los tres sonríen: la mujer, porque piensa que así crea un ambiente relajado y agradable y oculta su tensión; el niño, porque está nervioso y porque le han enseñado que es de buena educación; el hombre, que es el único que lo hace sinceramente, porque el muchacho le ha gustado mucho y ya se está imaginando las visitas nocturnas que le hará.

Doctor Slump: La carta

Hoy me ha escrito mi mejor amigo.

Antes de llegar a casa ya sabía que su carta me estaría esperando enel buzón. Entre las facturas y la publicidad la reconocí enseguida: sus sobres son inconfundibles, como una seña de identidad, un añadido más a la lista de peculiaridades de nuestra relación. Y es que no es una amistad de trato diario, o de salir de copas, de llamarnos continuamente para reafirmar algo que no hace falta; es otra cosa, más profunda y duradera, no tan visible pero sí más segura, como un faro que te muestra el camino cuando estás perdido, o quizás como un ancla que te estabiliza y permite el reposo tras ir a la deriva.

Miro hacia atrás, repaso fotos antiguas, rostros de viejos compañeros que se fueron diluyendo, promesas de camaradería borradas por el tiempo, efímeras como huellas en la orilla del mar. Mi amigo, mi mejor amigo, mi único amigo sincero, nunca me ha olvidado, nunca se ha olvidado. Hoy tampoco.

Guardo su felicitación de cumpleaños con las anteriores. Sonrío: ¡son tantas! Estoy contento.

Gracias por estar siempre ahí. Estoy orgulloso de ti y de nuestra amistad. Gracias, Isidoro, Isidoro Álvarez, presidente de El Corte Inglés.

Doctor Slump: Cenando fuera

No podemos permitirnos hacerlo a diario, claro, pero es estupendo salir a cenar fuera una vez por semana, todos juntos en familia. Me encanta ver con qué ilusión esperan los niños la noche del sábado, cómo se pelean por elegir la comida, intentando no repetir. Si de ellos dependiera saldríamos todos los días, pero no puede ser: hay que tener un control o sería nuestra ruina. Lo entienden; son unos chicos estupendos.

Recuerdo nuestra primera salida, nerviosos, qué tontos. Encontramos un chino y les maravilló. Se emocionaron; tenían agua en los ojos y las bocas, pobres. Después fue un hindú. O aquellas horas bajo la lluvia buscando un japonés, porque se había empeñado la niña. También hubo decepciones, como el vegetariano; se quedaron con hambre y no han vuelto a pedirlo. Pero van comiendo de todo.

Mientras podamos, seguiremos dándoles estos pequeños caprichos. Creo que son importantes para la familia, que nos unen un poco más.

Ya los oigo inquietos rondándome. ¿A quién le toca elegir...? ¡Ah, sí! Al benjamín, mi tesoro.

- ¿Qué te apetece hoy, cielo? ¿Un mexicano? ¿Un italiano?

- Mamá, ¿puedo probar un policía?

- Lo que tú quieras, Hannibal, lo que tú quieras.

Doctor Slump: Amistad

Eran amigos desde siempre. Una amistad leal y firme, pura como únicamente alcanzamos a ver en los cuentos. De comprensión y respeto, de intimidad y entendimiento, de cariño. Muchas otras personas entraron y salieron de sus vidas; fugaces a veces, también importantes. Sólo ellos dos estuvieron siempre ahí, para recoger los pedazos cuando hizo falta, para compartir las alegrías cuando las hubo.

Han pasado los años. El mundo no es tan joven como antes. De pronto una mañana ella es madre y él peina canas. El café humea.

- Me parece que hoy te lo voy a confesar: durante mucho tiempo estuve enamorada de ti. Pero ya lo sabías, ¿verdad?

Él palidece terriblemente, enferma, se habría caído de no estar sentado; está tan aturdido que por un instante no recuerda dónde está. Hay palabras que pueden decidir un destino, y acaba de escuchar las suyas.

- ¿Cómo me lo dices ahora? -consigue responder-. Yo habría... ¡habría matado por estar contigo!

Liberado al fin del secreto que marcó su vida, empieza a hablar, torpe al principio, incontenible ya, y, al hacerlo, no puede evitar que una llamita de esperanza se encienda en su pecho, como el color en sus mejillas. Alza la vista y la mira a los ojos. En los suyos hay pasión; en los de ella, compasión. La esperanza se apaga. La cobardía se paga.

Llora amargas lágrimas y no imagina que pueda encontrar jamás consuelo para su tragedia. Ella le sostiene la mano, sonríe dulcemente y piensa que la suya es la única historia de amor perfecta que ha habido.

Doctor Slump: Licantropía

Estoy maldito.

Soy el menor de siete hermanos. ¿Lo entendéis? Soy el séptimo hijo varón y estoy maldito.

He vivido siempre con la sombra del mito amenazándome, intentando huir de la leyenda. Pensé, pobre iluso, que quizás podría apaciguar a la bestia interior que sabía dormida en mí, que la disciplina vencería al demonio agazapado, que lograría ser más fuerte que mi otro yo.

Ya desde pequeño me impuse una vida de autocontrol, rígida y castrante. Cercenando los sentimientos, siempre serio y circunspecto, crecí como un extraño para mis semejantes; aparentemente frío y distante frente a los demás, sólo yo conocía la lucha que se libraba de puertas adentro, las cadenas con las que sujetaba a la fiera. Los compañeros no me entendían y se burlaban. Solo y aislado fueron pasando los años; dejé atrás la niñez y la adolescencia, y llegué a la mayoría de edad, la fecha señalada.

Él resultó ser el más fuerte de los dos. Se liberó.

El resto ya os lo podéis imaginar. De vez en cuando me despierto en lugares desconocidos, con el cuerpo magullado y la cabeza a punto de estallar, incapaz de recordar qué he hecho, rezando -qué ironía- por que no haya causado daño a nadie. Y es que ciertas noches me transformo en una alimaña, un ser sediento de sangre, violento e irracional, ansioso de carne. Con espumarajos en la boca siento unos deseos irrefrenables de morder a jóvenes, de arañarlas, de comerme a chicas, de...

Sólo la luz del sol hace retroceder al animal. La luz del sol y la plata.

Estoy maldito.

Algunas noches me convierto en hombre-bobo. Al menos hasta que cierran los bares o se me acaba la plata.

Doctor Slump: Un cuento de Navidad

Como a un Mr Scrooge moderno, el Fantasma del Pasado se me aparece todos los años por estas fechas y juzga mis actos. ¿Qué has hecho con tu vida?, pregunta, y me obliga a rendirle cuentas de mis torpes pasos por el mundo.

En una pesadilla interminable toma nuevas apariencias, formas antaño conocidas pero ya olvidadas, y repite su interrogatorio una y otra vez. ¿Qué has hecho con tu vida, qué has hecho con tu vida?, grita. Y al responderle, al resumirla en unas breves frases parece ridícula e indigna.

Pasan las horas, lentas, terribles. El canto del gallo lo aleja por fin, dejándome sudoroso, agotado, espantado y triste.

Mientras no llega el Día del Juicio Final, a modo de adelanto el hombre ha inventado la Noche de las Cenas de Empresa.

Doctor Slump: Qué bellos es vivir

James Stewart corre por las calles. Un ángel le ha salvado: le mostró lo importante que era para sus vecinos y qué sería de ellos sin su apoyo. Ahora ya no quiere matarse. Es un bastión, un gran hombre, un hombre importante, y entiende por fin que vivir es estupendo. ¡Bien por el ángel!

Manuel López, en cambio, es un tipo sencillo, humilde, que no es pilar de nada. Tiene algunos amigos, no demasiados, que lamentarían su muerte pero no se hundirían. La empresa en la que trabaja seguiría dando beneficios sin él. El casero de su piso encontraría rápidamente un nuevo inquilino. Su voto no cambia los resultados electorales, la macroeconomía no depende de sus cifras, y en general no se puede decir que haya aportado gran cosa al mundo. No ha plantado un árbol, aunque le gusta pasear por el campo, ni escrito un libro, aunque lee bastante, y no tiene hijos. Y sin embargo no piensa en suicidarse: se considera especial, único, disfruta del milagro de existir y es razonablemente feliz. Piensa que el objetivo de la vida es, simplemente, vivirla.

Lógicamente un ángel, el mismo de antes, acaba de empujarle a la vía cuando pasaba el metro.

Y es que Dios será inescrutable pero los ángeles son implacablemente coherentes.

Doctor Slump: La habitación 37

El joven de la habitación 37 no quiere que llueva. Le gustaría mucho que saliese el sol, que entrase la luz por la ventana, y quizás escuchar a los pájaros. Hoy es importante para él, así que está atento al parte meteorológico.

Al joven de la habitación 37 le han encontrado lo innombrable. Ayer tenía una vida normal y mañana lo van a operar, así, de pronto. Y no quiere que le lleven abajo en un día gris. Por si es el último.

El joven de la habitación 37 sabe que eso es ponerse en lo peor, que no tiene por qué ser así (y no va a ser así), pero el miedo le atraviesa el pecho como un puñal, baja hasta el estómago y se ensaña. Le martillea las sienes, le nubla la vista y le roba el aire.

El joven de la habitación 37 no es muy original: está pensando lo mismo que todos los que estuvieron antes en su situación. Está repasando su vida, lamentando todo lo que no hizo, o lo que hizo mal. Todo el tiempo desperdiciado estúpidamente, las energías gastadas en frivolidades, las decisiones equivocadas, las que no se llegó a plantear, los pasos que no se atrevió a dar. Cada día que no dedicó a ser feliz se ha convertido ahora en un día perdido, un día no vivido, un tiempo precioso que dejó escapar y que no puede recuperar cuando es más necesario. Los muchos enfados que en aquel momento le parecían tan justificados se ven ridículos; el peso de lo que dejó de hacer por el lastre de la timidez se vuelve insoportable. Los amores que se fueron, los amigos por los que no luchó, incluso los hijos que nunca quiso tener; en fin, ¿para qué seguir? Es inevitable, el proceso habitual; todo lo dicho, lo callado, lo actuado, lo omitido es revisado y corregido mentalmente. Revisado y corregido inútilmente.

Porque el joven de la habitación 37 sabe que si sale de mañana (y saldrá) no va a cambiar su forma de ser, que su carácter es muy tirano. Y que no ha nacido para aventurero, que irá a trabajar a diario a la oficina para pagarse una vida mediocre a su medida. No, no es otra vida lo que quiere sino continuar ésta, seguir respirando, caminando, errando, pero sin fecha de caducidad. Los resultados de las pruebas que le harán después de la operación le dirán si es sólo un susto o el comienzo del fin.

El joven de la habitación 37 no tiene a Dios, y está orgulloso de no haber sido cobarde, de no haberse agarrado a la mentira reconfortante; aunque esa valentía sea en parte culpable del terror que siente ahora. Tampoco es supersticioso. No sabe, por tanto, a quién le pide que por favor por favor todo salga bien, que no haya complicaciones en la sala y que le den buenas noticias, que los análisis sean favorables, que pueda tener una previsión de futuro. Mira por la ventana algunas nubes en el cielo, y mientras el hombre del tiempo aparece en pantalla cruza los dedos por un buen pronóstico.

Doctor Slump: Sushi

Cuando volví del baño la comida ya estaba servida. Apenas la vi me entraron unas náuseas irrefrenables; me daba asco sólo mirarla, y no podía ni imaginar cómo sería tocarla, sentir su piel fría en mis dedos, que mi lengua rozase aquello... ¿Qué sabor tendría? Olía mal, tenía un aspecto horrible. Una arcada amenazó con salir.

¿Qué hacía yo allí, citado en el japonés? Había sido una idea malísima. Me senté en el suelo, pero no era eso lo que me incomodaba. Intenté disimular (sin éxito, creo), por no montar una escena en un restaurante tan renombrado y caro. Aparté la vista, bebí un vaso de agua de un solo trago, cogí un tenedor, lo volví a dejar, tosí. No me decidía. Acerqué tembloroso la otra mano, tanteando, y al contacto con mis yemas se movió. Se me escapó un grito.

La repugnancia venció a la educación y se lo dije todo. Se marchó enfadadísima, claro, pero yo me quedé allí y pude por fin comer tranquilo aquel delicioso sushi.

Doctor Slump: Ruptura

Apenas habíamos empezado a cenar cuando dije:

- Te dejo. No te lo tomes como algo personal. No eres tú, soy yo. Te mereces a alguien que te valore, que te sepa apreciar...

Por no seguir repitiendo tópicos tan gastados me levanté y salí casi corriendo. Desde la puerta del restaurante vi cómo se quedaba en la mesa mirándome con ojos desorbitados, incapaz de moverse, ahogándose.

No puedo con el sushi vivo, de verdad.

Doctor Slump: El reloj

En una ocasión perdí el reloj. Estaba en el dormitorio, eso era seguro, ¿pero dónde?

A las 22:05 sonó la alarma, no recuerdo ahora por qué la tenía puesta para ese momento. Empecé a seguir la pista que dejaba el sonido pero no lo encontraba, y a los veinte segundos se volvió a apagar.

Al día siguiente estaba atento pero no tuve más éxito. Así que le pedí ayuda a mi hermana y nos citamos para el próximo giro del mundo. En silencio esperamos la señal... y rastreamos los pitidos por donde nos parecía que nacían. ¡Transcurren tan rápido veinte segundos! El reloj seguía sin aparecer.

Pronto creció nuestro pequeño grupo de cazadores de pulsera, y cada noche entre risas nerviosas aguardábamos en la habitación a que llegasen las diez y cinco, mis cuatro hermanos, mis padres y mi abuelo. Y al primer bip empezábamos a correr como pollos sin cabeza, uno hacia el armario, varios hacia la cama, alguno hacia la mesilla, otro concentrado y pidiendo silencio a gritos. No había manera. El reloj huidizo soportaba todos los escrutinios auditivos, visuales y táctiles. Simplemente no estaba; no estaba como medidor de tiempo, pero como creador de misterios vaya si estaba. Era una pequeña aventura.

Al final acabé encontrándolo, claro, debajo del somier enganchado de un modo inverosímil, pero eso es lo de menos. Creo que aquellas reuniones de veinte segundos diarios, en las que nos juntábamos todos y nadie escuchaba a nadie, cada uno iba por su lado y actuábamos sin sentido y sin éxito, fueron lo más parecido a una familia que tuve.